Acaso con la sola excepción de Alexis Tsipras, ningún hombre debe de haber más satisfecho en estos momentos que Luis de Guindos, quien acaba de ver ratificadas por el pueblo griego todas y cada una de sus más íntimas certezas personales a propósito de la crisis de la deuda en la Eurozona. Así, apenas semanas antes de verse investido ministro de Economía, el aún articulista económico del diario El Mundo confesaba con lúcida clarividencia a sus fieles lectores:
Empeñarse en la viabilidad de una estrategia sin reestructuración de deuda puede llevar al agotamiento de los gobiernos de los países periféricos, que incluso en algún momento podrían llegar, en su debilidad, a cuestionar el futuro de la moneda única.
Para luego añadir, ya en definitiva sintonía con las tesis de su futuro colega Varoufakis:
Poner sólo el énfasis en los ajustes fiscales es dejar los programas desequilibrados, lo cual es un camino seguro hacia el fracaso económico y social. Se consigue únicamente evitar que el país deje de pagar sus obligaciones en el corto plazo, pero al no favorecer el crecimiento, se da la impresión de que únicamente se está intentando comprar tiempo.
Hoy, decíamos, el pueblo griego le ha venido a dar la razón. El oxi (pronúnciese oji) al consenso de Berlín y su banda de la porra financiera es un nai como una casa a la (verdadera) doctrina De Guindos. Tres hurras, pues, por nuestro ministro. Lo malo de esta historia es que solo el De Guindos, digamos íntimo, ha ganado el referéndum.
Porque todos los demás, empezando por el propio Tsipras, se han quedado igual. A fin de cuentas, lo que opinen o dejen de opinar los griegos no va a cambiar en nada el mandato de los acreedores. Ni en una coma, en nada. Estamos, entonces, como estábamos. Exactamente en el mismo punto muerto. Aunque no será durante mucho tiempo. La muy insensata decisión de estrangular a los bancos locales, una barbaridad llamada a pasar a los libros de historia, obliga a las partes a tomar alguna decisión definitiva antes de una semana: o se reanuda el flujo de liquidez desde el BCE o el Ejecutivo de Atenas se verá obligado, quiera o no, a emitir dracmas.
No les restará ninguna otra alternativa. Ninguna. Llegado el caso, lo de menos será que a esa nueva moneda se la bautice con algún eufemismo balsámico –por ejemplo, que a los nuevos billetes se les llame pagarés– a fin de ocultar el hecho incuestionable de que el Grexit se habrá producido. En fin, ya que Merkel no ha recuperado la cabeza, si es que alguna vez la tuvo, celebremos al menos que Varoufakis ha conservado íntegro su brazo. Lo dicho, felicidades don Luis.