No se me interprete mal. No quiero decir que San Juan no escribiera el libro sagrado de este nombre, y, en todo caso, de utilizar la referencia, enfatizaría que además lo escribió en territorio griego, concretamente en la isla de Patmos, durante su destierro. Por ello, el primer ministro Tsipras no debería dar ocasión, con sus manifestaciones, a que se pregone el fin del mundo, o al menos el de la Unión Europea, cuando el término, tomado de su propia lengua, no autoriza a ello.
Ni la Unión Europea ni siquiera el euro se resquebrajan por el hecho de que Grecia se salga de la Eurozona. Es una técnica de confusión que se ha utilizado tantas veces que no comprendo cómo todavía encuentra seguidores, apóstoles de la farsa. Advertir a los demás de los peligros que corren por su debilidad es, simplemente, una necedad. Mejor sería que dedicase sus esfuerzos a fortalecerse o, al menos, a comprender su posición.
La fortaleza de la Unión Monetaria Europea se basa en la fidelidad, el respeto y la observancia de las reglas que se dio para el establecimiento de la moneda única. El peligro para la unidad e integridad de la UE comienza cuando se relativiza el cumplimiento de las normas. Ante la carencia de una unión política, la unión económica y monetaria, sólo se podrá mantener con la rigidez en la observancia de las exigencias comunes para el buen funcionamiento del sistema.
Por eso me atrevo a aventurar una opinión personal. A la pregunta, tan frecuentemente formulada, avivada por los propagandistas de las aventuras griegas, acerca de qué efectos tendría para la Unión la salida de Grecia, mi respuesta, sin titubeos, es que ninguno apreciable, salvo la tristeza de no seguir juntos. La deuda griega, desde hace ya unos años, está descontada como una pérdida para la que los más prudentes establecieron provisiones.
No puedo, sin embargo, contestar con la misma seguridad a la contraria: el efecto que tendría para la Unión Europea la permanencia de Grecia en el seno de la Unión. El daño de la irresponsabilidad, de la elusión de obligaciones, del olvido del compromiso por la pertenencia a la Unión y de la arrogancia como instrumento de diálogo puede ser tan elevado que debe considerarse el peligro más significativo para la subsistencia de la propia UE. Ahí puede estar el principio de la quiebra del proyecto europeo.
Ni siquiera la salida de Grecia puede considerarse un fracaso del proyecto de Unión Monetaria Europea. Si los principios helenos se alejan de la racionalidad económica de los países europeos, es una responsabilidad reconocerlo y remediarlo. Es más, si los gestos de la Unión con Grecia hasta este momento son signos de humillación para el pueblo griego, como dice Tsipras, cualquier minuto de retraso en abandonar el concierto debe considerarse excesivo e intolerable.
Tienen razón: la humillación de tantos años no debe prolongarse con nuevas humillaciones.