Según parece, la práctica de la autoflagelación, aquellas severas torturas que los fieles se infligían sin piedad por ver de conmover al Dios bíblico, fue hábito desconocido en Europa hasta principios del siglo XI, cuando algunos ermitaños de la península itálica dieron en adoptarlo. Aunque pronto se haría muy popular. Así, las procesiones de flagelantes comenzaron a formar parte del paisaje continental ya hacia 1260. Muchedumbres, por lo común dirigidas por frailes, vagaban de ciudad en ciudad con estandartes y velas. Y cada vez que llegaban a un núcleo habitado se azotaban con saña ante la iglesia local. Aquí, se dice, fue San Vicente Ferrer el primer introductor de la novedad italiana.
Nuestra predisposición colectiva hacia el masoquismo viene de muy antiguo, es sabido. Tanto que la pista del ancestral autoodio hispano, acaso la más grave enfermedad moral del país, tal vez se pueda remontar hasta ahí. Y esta crisis ha servido para que esos viejos demonios que habitan en nuestro ser más profundo hayan vuelto a salir a la luz. Como el sentimiento de inferioridad ante la Europa del norte o el inopinado gusto por el látigo de la llamada austeridad, justo castigo a la indolente ineficiencia patria. La realidad, sin embargo, resulta ser muy otra. Porque el mito de la superlativa eficiencia alemana tiene mucho de eso, de mito. De hecho, los superávits crónicos de Alemania, la causa genuina de la crisis en la Zona Euro, no tienen su origen en la mayor productividad de la economía germana, algo cierto por lo demás, sino en los bajos salarios de sus trabajadores.
Contra lo que ordena el lugar común periodístico, el desempeño económico de Alemania ha sido mediocre desde el cambio de siglo. Ni su productividad, ni su consumo ni su inversión han crecido en todo este tiempo. Lo han hecho, sí, sus exportaciones, pero únicamente gracias a unos salarios constantemente a la baja. Al punto de que solo existe un país en la Zona Euro, uno solo, cuya productividad creció aún menos que la alemana en el periodo previo a la Gran Recesión. Supongo que el lector ya habrá adivinado su nombre: España. Los piigs, pues, perdieron competitividad frente a Alemania no por su ineficiencia relativa, sino por las nuevas condiciones laborales que se impusieron allí tras la caída del Muro y la consiguiente irrupción de la mano de obra del Este en el escenario regional. Ni la famosa eficiencia germánica, ni el sistema educativo, ni las infraestructuras ni el I+D han tenido nada que ver en esta historia. Absolutamente nada. Ahora pagan menos a sus trabajadores, eso es todo.