Siempre es un consuelo. Aun cuando el orgullo no conduzca a nada, siempre es causa que justifica al orgulloso. Apelar al orgullo, en vez de situar el centro del problema en el engaño o la incompetencia, es una forma de despertar al corazón y narcotizar la mente. A muchos les sale bien la argucia, pero muchos son los que serán víctimas de ella.
Al actual gobierno griego, que aún no ha cumplido tres meses, parece que el tiempo se le acaba a una velocidad inusitada. Es cierto que el tiempo es el peor enemigo de los partidos que engañan con sus promesas durante la campaña electoral. Es el caso de la Syriza que, liderada por Alexis Tsipras, triunfó en las pasadas elecciones griegas explotando el orgullo patrio y prometiendo que se haría justicia ante la humillación.
Los desplantes de su ministro Varufakis aparecieron en todos los medios de comunicación, como confirmando la promesa electoral: ¡se van a enterar de quién es Grecia y de cómo hay que tratarla! Eso quizá lo hubiera podido decir la Grecia de los siglos V a II a. C., siendo Grecia lo que era. Pero, precisamente por eso, por ser lo que era, no precisaba decirlo. Sin embargo, la Grecia del señor Tsipras tiene poco que ver con aquella de las grandes escuelas filosóficas.
El gobierno de Tsipras ha perdido el tiempo y las oportunidades desde que llegó al poder, y ahora tiene que confiscar los saldos disponibles de los municipios y de las empresas públicas para hacer frente a los compromisos de pago a plazo inmediato. Y es que sólo la razón, y no el corazón, puede resolver los problemas que una nación tiene planteados, más aún si son económicos. Gracia ha pasado del "No a la austeridad" al "Sí a la confiscación".
Ya sé que el gobierno griego considerará que el mundo en el que vivimos no es como debiera, pero eso es otra cuestión que hay que dilucidar en otro momento y en otro lugar. Nuestra obligación es saber dónde estamos y a dónde queremos ir, sin engañarnos ni engañar.
También sé que en el relato de San Lucas (15, 11-32), cuando el hijo que dilapidó su fortuna vuelve a casa, el padre le acoge con los brazos abiertos y le prepara una fiesta de bienvenida; pero obsérvese la diferencia: en primer lugar, el hijo vuelve arrepentido, pidiendo perdón y suplicando ser tratado como un sirviente; arrepentimiento que no ha mostrado Tsipras por haber engañado a los griegos con promesas imposibles de cumplir. En segundo lugar, el indulgente es el padre, mientras el hermano censura su actitud. Una indulgencia que Tsipras espera en vano de sus hermanos griegos, que ya están censurándole como hizo aquel hermano del hijo pródigo, llegando ya a rebelarse contra sus medidas.
¡Qué poco ha durado el encantamiento!