Nunca he conocido a nadie que asegurase haber tenido una abuela en la aldea que sabía mucho más de Física que Einstein y de Química que Lavoisier. Sin embargo, trato a diario con gente convencida de que las máximas de sus abuelas para administrar el patrimonio doméstico debieran emularse en el G-7, la OCDE, el FMI, el Gobierno de Japón y el claustro en pleno de la London School of Economics. Es el problema de la Economía: pese a sus arrogantes pretensiones de constituir una ciencia dura, la mayoría de las leyes que dice haber descubierto suelen reducirse a prosaicos frutos del mero sentido común. Y lo que cualquiera conoce por simple observación, desengañémonos, no acostumbra a valer gran cosa.
Al respecto, una de las contadas verdades ni obvias ni intuitivas de la Economía reza así: cuando la democracia y la integración internacional choquen, será la democracia quien acabe imponiéndose. El ejemplo de Argentina constituye un caso de libro. El caso de libro que, más pronto que tarde, se va a repetir en todo el sur de Europa. La Argentina de Menem, país con una inflación delirante que llegaría a alcanzar el 20.000% en marzo de 1990, decidió atar su destino al del dólar americano implantando lo más parecido al patrón oro, pero sin oro. Se acordó, en consecuencia, que el banco central únicamente podría imprimir un billete nuevo de un peso si entraba un dólar nuevo en el país. Única y exclusivamente si ocurría eso. El resultado sería tan fulminante como espectacular: de la noche a la mañana desapareció la hiperinflación.
Luego, el PIB de Argentina dio en dispararse como un cohete gracias a las bandadas capital internacional que al punto aterrizarían en Buenos Aires. Cavallo, el ministro que implantó la medida, se convirtió en un héroe por todos admirado, y Argentina en el gran modelo de referencia para los organismos internacionales. Hasta que sucedió algo no previsto: Brasil, su principal competidor, devaluó la divisa nacional, el real, en un 40%. De golpe, los productos argentinos eran mucho más caros que sus iguales brasileños. Y Argentina, ¡ay!, ya no podía devaluar. Ni podía ni quería. El compromiso de sus elites políticas con la paridad fija peso-dólar era absoluto, radical, incuestionable, definitivo. La paridad, juraban, no tendría vuelta atrás nunca. Jamás.
Así las cosas, a Argentina solo le quedaba una única salida: la austeridad, una devaluación interna con reducción de salarios y del gasto público para tratar de recuperar competitividad externa (¿le comienza a resultar familiar el relato al lector?). A Cavallo, en fin, no le tembló el pulso: despidió a montones de funcionarios, recortó los salarios del resto, bajó un 15% las pensiones, mutiló el presupuesto de provincias y ayuntamientos, implantó una ley de déficit cero… Pero había un problema que Cavallo no podía resolver: el de la democracia. En Argentina existía una democracia y, por tanto, la gente conservaba la potestad de votar cada cuatro años. Y los mercados lo sabían. Los mercados financieros confiaban en el Gobierno de Argentina, pero no en los argentinos. Razón por la que empezaron a ponerse más y más nerviosos a medida que se acercaban las elecciones. Tan nerviosos que un día comenzaron a salir corriendo con su dinero del país. Cuanto habría de acontecer luego resulta de sobras sabido: devaluación, corralito, impago de la deuda. Lo que era absolutamente imposible –aseguraban– que pasase, pasó. Pasó y pasará. Al tiempo.