El dinero solo da la felicidad, no la inteligencia. Pero la rendida fascinación que suscitan los señores del dinero en el tiempo que nos ha tocado vivir llevaría a la creencia popular de que los mercados financieros están poblados de mentes privilegiadas y en extremo clarividentes. La prosaica realidad, en cambio, viene a demostrar que entre un tiburón de Wall Street y una sardina del Cantábrico hay muchas más similitudes que diferencias. De hecho, las únicas diferencias significativas entre ambos resultan ser de orden cuantitativo, no cualitativo. Así, la sardina común posee una memoria máxima de tres segundos. Podemos cruzarnos la mirada con ella durante horas y horas tras el cristal de un acuario. Nada importa el tiempo que hayamos compartido juntos, tres segundos después de darle la espalda nos habrá olvidado para siempre.
Bien, pues a los mercados financieros les sucede exactamente lo mismo. Pueden ser testigos y protagonistas en primera persona de diez, cien, mil quiebras con resultados catastróficos para ellos mismos. Da igual: transcurridos quince años –como máximo– ya no recordarán nada y volverán a tropezar con la misma piedra. El caso de Grecia, por ejemplo, resulta paradigmático. Tanto que su propia existencia como país independiente fue una decisión de los mercados a fin de evitar el impago de la deuda. Y es que Grecia ya estaba en quiebra técnica antes incluso de haberse constituido como nación, asunto que no deja de tener algún mérito. Ocurrió allá por 1821, cuando unos autodenominados griegos dieron en sublevarse contra el Imperio otomano del que siempre habían formado parte.
Viendo en aquella lejana y exótica tangana una oportunidad para hacer dinero, ciertos inversores de la Bolsa de Londres se apresuraron a comprar y vender bonos de deuda griega, esto es, a especular con trozos de papel emitidos por unos desarrapados que combatían en las montañas al ejército imperial. Huelga decir que la prima de riesgo de aquellos bonos subía y bajaba en función de las victorias y derrotas militares de los rebeldes. Así las cosas, el precio de mercado comenzó a desplomarse tras una gran ofensiva turca que parecía augurar la derrota final de los independentistas. Algo que, de consumarse, hubiera llevado a una quita del cien por cien en el valor nominal de los títulos en cartera de los inversores británicos. Llegados a ese punto, y ante el riesgo cierto de un default, los tenedores de activos griegos reclamaron a la reina de Inglaterra que enviara una flota de guerra al Adriático para defender sus legítimos intereses.
Como no podía ser de otro modo, accedió la soberana. Y en la posterior batalla de Ambarino los turcos fueron derrotados, proclamándose acto seguido la independencia de Grecia. Ya solo restaba pendiente un pequeño detalle: que los griegos pagasen. Nunca ocurrió tal cosa. Jamás pagaron. De ahí que el flamante Estado griego permaneciese durante la totalidad del siglo XIX en suspensión de pagos. De hecho, Grecia lleva en suspensión de pagos desde el mismo día de su fundación. Y esas lumbreras de la banca alemana, los linces que decidieron enterrar en Atenas los millones que después tuvimos que pagarles los contribuyentes europeos con el rescate, podrían haberlo sabido si conocieran la historia. Pero lo de leer no es lo suyo. Qué cara nos está saliendo tanta y tan lerda ignorancia.