La quiebra del Estado griego y su profunda ruina económica no se debe a la malvada Angela Merkel ni a la tenebrosa troika, sino a la nefasta gestión de los políticos griegos y a la grave irresponsabilidad de su población a la hora de afrontar la realidad con el fin de superarla. Sin embargo, ahora que los comunistas de Syriza amenazan con llegar al poder en las elecciones generales del próximo 25 de enero, abundan los mensajes de apoyo a Grecia, al tiempo que arrecian las críticas contra Alemania, la UE y el FMI por negarse a extender un cheque en blanco a Atenas para que puedan seguir despilfarrando a placer. Este planteamiento no solo es falso y mendaz, sino profundamente hipócrita y, lo que es peor, suicida para los intereses del sur de Europa.
Pese a ello, está calando en la clase política española, puesto que casi todos los partidos compran el demagógico discurso del rico opresor alemán aprovechándose de los pobres, bondadosos e inocentes europeos del sur, empezando por los propios griegos, acusando así a los países del norte de casi todos nuestros males. Éste es, en esencia, el argumento del que se vale Podemos para defender el impago unilateral de la deuda pública y el abandono del mínimo atisbo de austeridad y reformas, tal y como pregona su aliado Syriza en Grecia, pero también el que usa el PSOE para plantear el rescate indefinido e incondicional de Atenas, aunque sufragado, eso sí, por los acaudalados contribuyentes del norte. De hecho, incluso en ciertos sectores de la derecha ha empezado a calar ese falaz mensaje, envolviéndose así en la bandera con el fin de evadir nuestra responsabilidad y, de este modo, evitar los ajustes que aún precisamos para poder salir del atolladero de la crisis sobre bases sólidas.
El origen de la tragedia griega, muy al contrario de lo que hoy afirman muchos, no estriba en la impopular austeridad, sino en el insostenible crecimiento de su sector público y, muy especialmente, en el fuerte incremento de las políticas sociales. Grecia protagonizó el mayor aumento del gasto público durante la época de expansión crediticia. En concreto, el gasto real por habitante -descontando la inflación- casi se duplicó entre 1996 y 2008. Y ello, sin necesidad de que los ingresos públicos crecieran en la misma proporción. Como consecuencia, el Estado griego -no los alemanes- emitieron un ingente volumen de deuda, aprovechándose de los bajos tipos de interés que proporcionaba la zona euro, creando con ello una ilusión de riqueza absolutamente artificial y, por tanto, ilusoria, tal y como, posteriormente, se encargó de demostrar la cruda realidad. La burbuja de deuda griega acabó estallando en 2010, tras descubrirse el déficit que ocultaron sus políticos, desatando tras de sí una tormenta financiera cuya sombra aún permanece en el seno de la Unión Monetaria.
La quiebra de Grecia se debe al brutal peso de su sector público, mientras que su larga crisis responde a las fuertes reticencias que han mostrado los griegos para aplicar la amarga receta de recortes, devaluación interna y mayor productividad que requiere su economía para poder crecer con fuerza y volver a crear empleo. No por casualidad, Irlanda y los países bálticos, a diferencia del sur de Europa, asumieron su responsabilidad, apostaron por la austeridad e intensificaron la liberalización de sus economías, y hoy no solo han dejado la crisis atrás, sino que crecen a las tasas más altas de todo el continente. El victimismo no soluciona los problemas, los acentúa. Si griegos, portugueses, italianos, españoles y franceses quieren ser dueños de su destino y avanzar hacia mayores cuotas de riqueza y bienestar, lo que tienen que hacer es imitar la exitosa senda de reformas que, en su día, aplicaron los países del norte, en lugar de exigirles más dinero para recuperar nuestro insostenible nivel de vida. Es decir, para que el sur goce de las elevadas rentas del norte hay que producir como ellos, no vivir a costa de ellos, que es, precisamente, lo que pretenden algunos.