Aunque el arrepentimiento, como pesar por haber hecho alguna cosa, lo es tanto por las cosas malas como por las buenas. La acepción más generalizada entre las personas movidas por referentes morales es el arrepentimiento por actos realizados en contravención de tales principios éticos. Se trata del arrepentimiento por la acción perversa, no propia de los seres humanos creados para el bien, aunque con posibilidad de obrar el mal.
El arrepentimiento así concebido, es un sentimiento interno que brota de la conciencia bien formada del hombre, rechazando el acto y las razones que le movieron al mismo, de cuyo rechazo brota naturalmente el propósito de enmienda, que compromete a no volver a optar por el mal frente al bien. Este es el arrepentimiento del delincuente frente al delito, que contempla el Código Penal como atenuante y, en la Moral Católica, este es el arrepentimiento del pecador ante el pecado, buscando el perdón por el hecho cometido.
Aunque la Real Academia Española no distingue, pues, los arrepentimientos por actos buenos y por los malos, no es menos cierto que la persona humana, que aspira al bien, no parece natural que se arrepienta por actos que le conducen a su fin, sino sólo por los que le alejan de su consecución. Como tampoco parece natural que quien obró mal, se complazca de su acción, consciente del mal producido.
Caben, sin embargo, fuerzas y escenarios político-sociales que puedan inducir a arrepentimientos invertidos, de suerte que los sujetos se arrepientan de haber actuado bien –los que así lo hicieron– al tiempo que los que actuaron mal encontraron complacencia en sus acciones. Son estos arrepentimientos, no naturales, a los que califico como "arrepentimientos inducidos", por ser contrarios a la naturaleza esencial de las personas en el desarrollo de su comportamiento.
Pues bien, el pasado martes, en el Consejo de Política Fiscal y Financiera se fraguaron esos escenarios que indujeron a arrepentirse por haber obrado bien –aquellas Comunidades Autónomas que habían cumplido con la disciplina establecida sobre control del déficit presupuestario– mientras que alimentaron la complacencia de las que actuaron mal –aquellas que se alejaron de tal disciplina–, pues demostrada quedó la benevolencia del ministro de Hacienda para otorgarles prebendas, que afianzaban que sus conductas de extrema prodigalidad merecían la máxima benevolencia.
El resultado, que quedará reflejado con toda probabilidad en un Decreto este viernes, no por ello dejaba de ser un espectáculo esperpéntico. El indulgente ministro de Hacienda distaba mucho de ser el padre del hijo pródigo y, éste, encarnado en las Comunidades Autónomas pródigas, no presentaban el mínimo arrepentimiento por su conducta, cosa que sí hizo el hijo de la parábola para que el padre lo perdonase.
Alguna de éstas, representada por quien proclama ser profesor de la Universidad de Berkeley, se apostaba una comida para demostrar que el trato recibido era el justo. Supongo que Berkeley se sentirá herida por un profesor suyo convertido en apostador.
La Academia suele comportarse de otro modo.