Es curioso cómo en el ámbito financiero toda la terminología tiende a esconder la realidad de las cosas. El caso más escandaloso es el de las preferentes, que lejos de atribuir a su titular ninguna preferencia lo relegan al último lugar en el orden de cobro. Pasa algo parecido con la titulización, que en la mayoría de los casos es como ennoblecer una sarta de créditos de dudoso cobro y, una vez vestidos con sedas y satenes, endosarlos por ahí a quien se pueda. Algo así como dar un marquesado a un pobre tronado para luego buscarle una rica heredera con la que casarlo. Antes, los bonos que se vendían con un elevado riesgo de impago se llamaban bonos basura y nadie se llamaba a engaño. Luego, alguien se debió de dar cuenta de que no había negocio con esa clase de denominaciones y empezaron a inventarse productos de inversión más o menos aventurada a los que se atribuyeron los más rimbombantes nombres. Y es que un producto financiero estructurado tiene toda la pinta de ser mucho mejor que uno que carezca de estructura...
Con las tarjetas negras de Bankia está pasando algo parecido. Supongo que la mayoría estará de acuerdo conmigo en que la denominación black, atribuida por las personas que las inventaron, es la más adecuada, ya que describe a la perfección su objetivo. Se trata de tarjetas con las que extraer dinero negro de Bankia. Negro para los beneficiarios, pues no tenían que declararlo a Hacienda. Y negro para Bankia, que podía camuflarlo entre sus gastos. Cómo es posible que ni Hacienda ni el Banco de España se dieran cuenta de que en la entidad se seguía esta operativa desde hacía un montón de años ha de tener además una explicación más negra que las mismas tarjetas. Y, sin embargo, ya he empezado a oír a hablar de tarjetas opacas o fantasma. Y la verdad, francamente, me parecen denominaciones excesivamente benévolas. Tarjetas negras y punto, que sepamos todos de lo que estamos hablando. Porque el dinero que con ellas sacaban los directivos de Bankia de los cajeros no era opaco ni mucho menos fantasma, sino negro negrísimo como el azabache.
Todos los afectados se han dado cuenta de que su conducta no tiene defensa y están dimitiendo poco más o menos de todos los sitios donde están. Bueno, todos, no. Arturo Fernández se resiste como gato panza arriba y pretende seguir siendo el representante de los empresarios madrileños revestido de profunda indignación, primero contra la entidad, luego contra los controladores y finalmente contra sí mismo. Al final, no tendrá más remedio que ceder. Porque lo suyo no era una tarjeta ni opaca ni fantasma, sino negra. Más negra que el tizón. Y eso no tiene un pase.