Por favor, antes de seguir leyendo, échenle un vistazo a este vídeo de apenas un minuto de duración:
Como habrán podido comprobar, en el video aparece Krugman en TVE pronunciando la siguiente frase: "Sinceramente, una nueva burbuja nos podría ayudar bastante ahora mismo, aunque la acabáramos pagando más tarde. Este sería muy buen momento para tener otra burbuja". Acaso alguno se sorprenda de que el Nobel reclame una burbuja para salir de la crisis, pero no debería: eso mismo fue lo que hizo reiteradamente a partir de 2001. Hoy todavía estamos pagando y padeciendo sus sabios consejos.
Es más, aunque Krugman hubiese permanecido silente en la última década, aunque jamás hubiese recomendado meternos de cabeza en una guerra intergaláctica para generar riqueza, aunque nunca hubiese sugerido sacarnos de la depresión mediante un megacarnaval ciborg, aunque jamás hubiese aplaudido los efectos expansivos que habría acarreado un holocausto nuclear en Japón, nadie debería sorprenderse de que un economista keynesiano implore la gestación de nuevas burbujas.
A la postre, para Keynes –y para los keynesianos– las depresiones económicas son el resultado del hundimiento de la inversión agregada como consecuencia de la caída de su tasa de retorno; caída que puede responder a razones estructurales –excesiva acumulación de capital y consecuente colapso de la productividad marginal del capital– o a razones coyunturales –pesimismo generalizado en forma de animal spirits bajistas–. En ambos casos, la recuperación bien les vale una burbuja: de lo que se trata es de que la inversión en cualquier cosa vuelva a aumentar merced a un chute de optimismo infundado. En cualquier cosa: que las inversiones sean acertadas o fallidas, necesarias o disparatadas, constituye un asunto de importancia secundaria.
Fue Keynes, de hecho, quien escribió en La Teoría General aquello de: "La construcción de pirámides, los terremotos e incluso las guerras pueden servir para incrementar nuestra riqueza si la formación clásica de nuestros estadistas les impide pensar en otras formas de gasto mejores". ¿Cómo sorprenderse, pues, de que Krugman reclame ahora nuevas burbujas si su padre putativo ambicionaba planes de estímulo basados en la devastación universal? El burbujismo está en el ADN de su teoría económica, como orgullosamente reconoció otro keynesiano, Larry Summers.
Llegados a este punto, empero, tal vez convenga recordar algunas ideas básicas que la ciencia económica jamás debería haber olvidado: la riqueza procede de la producción, no del gasto; el gasto sólo sirve para validar ex post qué opciones de producción son correctas y cuáles no; dilapidar tiempo y recursos en producir bienes inútiles no genera riqueza, la destruye; destruir riqueza no incrementa la riqueza, la reduce; estimular una orgía de gasto presente a costa del sobreendeudamiento no genera riqueza de manera sostenible en el tiempo, sino que es la raíz de crisis futuras; manipular burbujísticamente el precio de los activos sólo sirve para falsear la información que reciben los inversores, induciéndoles a tomar decisiones de producción incorrectas; los errores de inversión generados por una burbuja no se solventan generando nuevos errores de inversión a través de nuevas burbujas.
Cada vez que los keynesianos reclaman nuevas burbujas para salir de las crisis que generaron las burbujas precedentes sólo están reconociendo el fracaso de sus políticas pasadas y, sobre todo, el punto muerto en el que se hallan sus prescripciones de política económica. Los problemas, para los keynesianos, no deben ser solucionados: únicamente han de esconderse debajo de la alfombra de la falsa prosperidad para poder seguir instalados en un alucinógeno autoengaño colectivo basado en la dilapidación de riqueza. Eso es, en última instancia, el keynesianismo que tantos pretenden redoblar en España y en Occidente: una pauperizadora burbuja de mentiras autocomplacientes.