El áspero debate sobre la necesidad de aplicar recetas de austeridad en Francia es del todo artificial, a la vista del déficit público estructural que presentan las finanzas galas desde hace décadas.
El país vecino acaba de zanjar su penúltima crisis política tras la formación del nuevo Gobierno este martes con el primer ministro francés, Manuel Valls, a la cabeza. Apenas lleva cinco meses al frente del Ejecutivo y ya se ha visto obligado a cambiar de ministros tras las crecientes críticas que han surgido entre las propias filas socialistas por su política económica.
Valls fue nombrado por el presidente de la República, François Hollande, para reconducir la crisis que sufre el país después de la contraproducente deriva que impuso el líder del socialismo galo al inicio de su mandato, con fuertes subidas de impuestos, incremento del gasto público y nulas reformas.
Valls, sin embargo, se está caracterizando por lo contrario, al menos sobre el papel. El primer ministro insiste en la necesidad de aprobar reformas estructurales para mejorar la competitividad de la economía francesa, e incluso aboga por aplicar recortes de gasto con el fin de reducir el déficit y la deuda. Un mensaje que, como mínimo, contrasta con el renovado keynesianismo que pregona el PSOE de Pedro Sánchez en España.
Pero esta senda no era compartida por todos los miembros de su Gobierno, de ahí que haya tenido que diseñar un nuevo equipo. A mediados de agosto, Valls descartó cambiar su política pese al estancamiento económico registrado en el segundo trimestre y afirmó que necesitaba tiempo para obtener resultados, rechazando así las duras críticas lanzadas desde sindicatos, partidos de izquierda e incluso algunos socialistas.
El jefe del Gobierno tachaba, entonces, de "irresponsables" a quienes ponían en duda su política de rebajas de impuestos empresariales para ganar competitividad, con una reducción próxima a 41.000 millones de euros. Y en cuanto a la austeridad pública, "nosotros vamos a recortar 50.000 millones [de euros]. Me gustaría ver cómo otros recortarían otros 50.000 millones", afirmaba.
Valls demostraba, de este modo, que mantiene su apuesta por la senda que, desde el inicio de la crisis, viene marcando tanto Berlín como, en menor medida, Bruselas. Y ello, pese a su fuerte caída en los índices de popularidad, ya que casi el 80% de los franceses dice no confiar en su recetario.
Dicha estrategia le ha costado también fuertes pugnas internas. La más llamativa, sin duda, con su ya exministro de Economía, Arnaud Montebourg, quien, durante más de dos años, llevaba reclamando un cambio de política a Bruselas y al Banco Central Europeo (BCE) contra la manida austeridad, consistente en elevar aún más el gasto público y en una nueva ronda de estímulos monetarios (reducción de tipos de interés, compra masiva de deuda pública y privada por parte del BCE...).
Sus últimas críticas a Valls, lanzadas el pasado fin de semana, han terminado por provocar, finalmente, su salida del Gobierno tras la crisis política abierta el lunes. Montebourg se ha convertido ahora en cabecilla de los diputados díscolos situados en el ala más a la izquierda del Partido Socialista, muy críticos con el golpe de timón de Hollande para recuperar competitividad con una rebaja de cotizaciones a las empresas y recortes en servicios sociales.
¿Dónde está la austeridad?
Sin embargo, el debate sobre la austeridad es muy engañoso, ya que Francia, al igual que la mayoría de los países de la zona euro con la excepción de los bálticos, no ha mostrado aún atisbo alguno de contención o reducción presupuestaria. Más bien todo lo contrario.
Basta observar su historial para percatarse de que la pretendida austeridad brilla por su ausencia en las finanzas de su Administración. No en vano, Francia acumula 40 años de déficit público. Es decir, no registra superávit desde 1974, de modo que lleva cuatro décadas gastando más de lo que ingresa mediante la recaudación de impuestos.
Asimismo, su deuda pública ha aumentado en casi 30 puntos del PIB desde el estallido de la crisis, pasando del 64,2% en 2007 al 93,5% del PIB en 2013. Y su nivel de gasto superó el 57% del PIB el pasado año, lo que supone 4,5 puntos más que en 2007 o, lo que es lo mismo, un aumento del 9% durante la crisis.
El gasto público en Francia no sólo no ha bajado, sino que ha crecido desde el estallido de la crisis y, hoy por hoy, se sitúa a la cabeza de la UE y de la zona euro, tan sólo superado por Eslovenia (59,4% del PIB, tras sufrir una grave crisis financiera), Grecia (58,5%), Finlandia (58,5%) y Dinamarca (57,2%), y superando en más de 7 puntos del PIB el gasto medio en el conjunto de Europa. Así pues, la pretendida austeridad, simplemente, brilla pos su ausencia.
Un problema de competitividad
Por otro lado, más allá de los desequilibrios estructurales que presentan sus cuentas públicas, el grave problema de fondo que padece Francia tiene que ver con su decreciente competitividad.
Un punto débil que se refleja, por un lado, en el constante deterioro de su balance exterior desde hace al menos 15 años, pasando de registrar un superávit comercial del 2,5% del PIB en 1998 a un déficit del 2,5% en 2012, y, por otro, en el débil margen de beneficios empresariales que sufre su economía.
De hecho, el valor añadido de su industria manufacturera no ha dejado de menguar desde los años 90, hasta registrar uno de los niveles más bajos de la OCDE, debido a la elevada fiscalidad, los crecientes costes laborales y la menor flexibilidad económica.
Este deterioro explica, en gran medida, el reducido crecimiento que ha registrado el PIB real (descontando inflación) de Francia a lo largo de las dos últimas décadas, según advierten los propios expertos de la OCDE.
En este sentido, un reciente informe elaborado por el banco de inversión galo Natixis advierte de que los costes laborales en Francia deberían bajar un 15% para recuperar su competitividad industrial, lo que supondría un recorte próximo a 120.000 millones de euros, mediante la reducción de impuestos (cotizaciones sociales) y la caída de salarios.
En caso contrario, la economía gala seguirá registrando déficit por cuenta corriente y se mantendrá estancada, con un crecimiento potencial de apenas un 1% anual, alerta la entidad. La divergencia entre costes laborales y valor añadido de la industria (productividad) no ha dejado de aumentar desde finales de los 90.