Aún existen propagandistas de la izquierda que se empeñan en equiparar el liberalismo con la defensa de las empresas o de los empresarios, cuando la única diferencia en ese aspecto es que los liberales no se dedican a demonizar a las empresas, sean grandes o pequeñas, por el hecho de serlo, ni necesitan emplear el eufemismo emprendedor para quedar bien ante nadie. Apoyar el libre mercado como la mejor vía para la solución de los problemas sociales no significa apoyar ni condenar lo que haga cada empresa particular. Significa pensar que el Estado debe sacar sus manos de la economía, al margen de si sus intenciones nos parecen buenas o malas.
En pocas cosas resulta esta posición tan evidente como en la condena a esas prebendas que el Gobierno concede a numerosas empresas y que se disfrazan bajo el favorecedor nombre de ayudas. Ayudas a las renovables, ayudas al campo, ayudas a la cultura... En definitiva, una redistribución no de ricos a pobres, como nos venden siempre, sino de ese grupo desorganizado que somos los contribuyentes a diversos grupos de presión organizadísimos. Algo que sin duda beneficia a las empresas agraciadas, pero perjudica a la sociedad en su conjunto.
El último caso ha sido la compra de fruta por parte de la Unión Europea tras las restricciones a la importación que ha tomado Putin en represalia a las sanciones que, con motivo del derribo de un avión comercial por las milicias que apoya en Ucrania, se han impuesto contra Rusia. La cosecha, que ya había sido abundante por lo que los burócratas europeos denominan "condiciones climáticas desfavorables", es decir, un tiempo excepcionalmente bueno, tendría así un excedente que supondría una bajada de precios. Inadmisible.
El nivel de intervención de la Unión Europea en la agricultura es tal que Johan Norberg llegó a decir que, tras la caída del Muro y las reformas chinas, sólo quedaban tres economías planificadas en el mundo: Cuba, Corea del Norte y la Política Agraria Común. Y es que llamar libre mercado a lo que sucede en al campo europeo es de chiste. Pero, aun así, obligar a los consumidores a sufragar a través de sus impuestos que le cobren más por la fruta en el supermercado parece excesivo incluso bajo los estándares en los que se mueven los burócratas europeos.
Los agricultores, como los bancos, los productores cinematográficos, las empresas de energía renovable y todos los demás negocios que reciben dinero del Gobierno, deben sobrevivir en el mercado sin más ayuda que la falta de zancadillas por parte del Estado. La Unión Europea debe abandonar su política agraria centralista y planificada para que a la postre acabemos ganando todos: consumidores y productores. Aunque, claro, eso dejaría a mucha gente sin trabajo en Bruselas y arrebataría mucho poder a los políticos. Así que todo seguirá básicamente igual.