Estos últimos días hemos asistido, creo que por primera vez, a la acusación de una autoridad europea, esta vez sin medias tintas, referida al que fue gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez. Las palabras de censura, y algo más, que el presidente de la Comisión Europea dirigió sobre el que fue supervisor del sistema financiero español fueron tajantes, sin edulcorante alguno.
En efecto, la inusitada dureza de los juicios del señor Durao Barroso podrían enmarcarse en un escenario muy alejado de lo que denominamos, con carácter general, lo políticamente correcto. Pero ¿exige eso una defensa de políticos y empresarios españoles? Frente a la acusación y a la defensa, cabe el silencio, que, con frecuencia, es la opción más recomendable; no se olvide que, como dice la sabiduría de los hechos, la mejor palabra es la que está por decir.
El problema que ha suscitado la defensa es la necesidad de adoptar posiciones por parte de los que no nos encontramos representados por tales manifestaciones. Personalmente, lo que más me molesta es tener que estar tan próximo al presidente de la Comisión, a quien con tanta frecuencia he criticado por su gestión al frente del órgano europeo. Pero desde siempre he rechazado aquellos alegatos, de defensa o de solidaridad, que vienen a reforzar la conducta del acusado en el ejercicio irregular de su función o en la comisión de un delito.
Con más frecuencia de la debida, asistimos a gestos solidarios de partidos políticos y de instituciones respaldando acciones presuntamente delictivas; gestos que se mantienen incluso después de haber sido condenados los delincuentes en sentencia firme. Una reforma del Código Penal haría bien en incluir la tipificación de tales gestos como apología del delito y del delincuente.
Como he sido reiterativo en su momento, no me importa incidir de nuevo en este momento en el que se revuelven las aguas, por una defensa que considero injustificada. Baste recordar que el mandato de Fernández Ordóñez al frente del Banco de España –cargo que goza por ley de la máxima independencia– protagonizó la mayor defensa imaginable a una gestión de gobierno –la del señor Rodríguez Zapatero– que sumió a la Nación en una crisis de la que aún no ha salido.
Sus comparecencias públicas avalando la acción del Gobierno no lo eran por desconocimiento sino con toda la información, y descalificaba a los que decíamos lo contrario por derrotistas y antipatriotas. Según se ha hecho público, disponía de los informes rigurosos de la Inspección del Banco de España sobre el sistema financiero y, particularmente, de la delicada situación de no pocas cajas de ahorro; informes a los que no prestó atención alguna.
El desastre era fácilmente previsible, por lo que no cabe solidaridad ni defensa –salvo la que toda persona debe tener cuando sea sometida a juicio– que respalden su conducta. La manifestación pública de defensa obliga a remover y revitalizar, aun sin efecto, la acusación que nunca existió.