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EDITORIAL

Urge desjudicializar el mercado de trabajo

La reforma laboral que aprobó el Gobierno de Mariano Rajoy a mediados de 2012 ha sido una de las pocas medidas económicas positivas y eficaces que ha impulsado el PP durante el presente mandato. Hasta entonces, España sufría uno de los mercados de trabajo más rígidos del mundo y, no por casualidad, presenta una de las tasas de paro más elevadas del planeta. El origen de este drama radicaba en el mantenimiento de un régimen obsoleto y anquilosado, herencia directa del franquismo, que imponía por la fuerza a trabajadores y empresas las condiciones laborales que pactaba, exclusivamente, una privilegiada cúpula de sindicalistas (UGT y CCOO) y patronos (CEOE), y cuya plasmación de llama "convenio colectivo".

El principal avance que supuso la reforma de la ministra Fátima Báñez fue, precisamente, enterrar esa losa, ya que facilitó a las empresas desligarse de dichos convenios, permitiéndoles así una mayor flexibilidad para poder adaptarse con rapidez y eficiencia a las circunstancias cambiantes del mercado. Por eso, en los primeros años de la crisis, la dura recesión que sufrió España se tradujo en una oleada masiva de despidos para reducir costes, mientras que en Alemania, cuyo mercado laboral es mucho más flexible, el inevitable ajuste se hizo mediante la reducción de salarios, sin pérdida de empleo, pese a sufrir una caída del PIB superior a la española tras el estallido de la tormenta financiera internacional. Asimismo, tras la aprobación de la reforma de 2012, la destrucción de puestos de trabajo se ha ido frenando de forma progresiva, incluso en plena recesión, y, ahora que la economía ha comenzado a crecer tímidamente, España ya está creando empleo, aunque de forma aún insuficiente. Es decir, la flexibilidad laboral, muy al contrario de lo que defienden los socialistas, funciona a la hora de generar puestos de trabajo y reducir el paro.

Sin embargo, a pesar de la sustancial mejora que supuso dicho cambio legal, el mercado de trabajo español está a años luz de la libertad que ofrecen los países más avanzados y prósperos. Una de las razones de este atraso es, sin duda, la profunda judicialización que todavía persiste en el ámbito de las relaciones laborales. Los jueces de lo Social tienen la última palabra para determinar si un despido es o no procedente, con el consiguiente encarecimiento del mismo para la empresa en forma de indemnización, e incluso para aceptar o no un Expediente de Regulación de Empleo (ERE). El último caso a este respecto es la anulación del ERE de la embotelladora de Coca-Cola que ha decretado la Audiencia Nacional, y que, en teoría, obligaría a readmitir a 1.190 empleados. Y ello, a pesar de que las condiciones del citado Expediente, las más generosas de la historia de este sector en España, fueron acordadas por la empresa y los trabajadores afectados. No es el único caso.

El ERE de Canal Nou o de Telemadrid son otros ejemplos llamativos. De hecho, los expertos coinciden en que los jueces de los Social tumban una ingente cantidad de procesos bajo argumentos de todo tipo, dejando en mero papel mojado las mejoras que incluía la reforma laboral en el ámbito de los despidos colectivos, generando un halo de incertidumbre e inseguridad jurídica que se traduce, de una u otra forma, en menos inversión y puestos de trabajo.

Por ello, en España urge tanto desjudicializar el mercado laboral como despolitizar la propia Justicia. Las causas del despido, al igual que la contratación, no pueden ser objeto de judicialización más allá de la persecución de delitos claramente tipificados, tal y como sucede en muchos otros países con mercados de trabajo flexibles y tasas de paro irrisorias. Dificultar y encarecer el despido dificulta y encarece la creación de empleo.

En Libre Mercado

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