Hace unos días, 42 asociaciones de estudiantes de Ciencias Económicas de 19 países publicaron un manifiesto en el que llamaron a revisar el contenido de sus planes de estudio. A su juicio, la actual crisis económica también pone de relieve una crisis de la enseñanza universitaria de esta disciplina y llaman a un mayor pluralismo intelectual dentro de las aulas: lejos de tomar partido por alguna corriente de pensamiento determinada, su propósito es abrir la Economía tanto internamente (incorporando escuelas de pensamiento hoy ausentes y tan variadas como la clásica, la postkeynesiana, la institucionalista, la ecológica, la feminista, la marxista o la austriaca) como externamente (convirtiendo la Economía en una materia mucho más interdisciplinar, de modo que incluya muchos más conocimientos políticos, sociológicos, antropológicos o históricos que en la actualidad). Este grupo de asociaciones de estudiantes cuenta con el apoyo de economistas heterodoxos tan renombrados como James Galbraith, Paul Davidson, Steve Keen o el celebérrimo Thomas Piketty.
Personalmente, algunas de las propuestas de este lobby de estudiantes me parecen acertadas: la Economía que a mí me gustaría haber estudiado habría sido mucho más interdisciplinar y con un mayor peso de enfoques alternativos al dominante (paradigmáticamente, aunque no en exclusiva, la Escuela Austriaca). Ahora bien, el problema de fondo de este planteamiento es confundir las preferencias personales con las preferencias generales y, sobre todo, las preferencias generales con la ciencia: que a mí me gustara centrar mi estudio en algunos campos ni significa que todos los demás también prefieran, a su vez, centrarlos en esos campos ni, sobre todo, que el enfoque que se dé a esos campos de estudio merezca el calificativo de científico.
Sucede que, por definición, la ciencia no es democrática. El contenido de una ciencia necesariamente se va construyendo (y reconstruyendo) sobre consensos de especialistas, esto es, de grupos reducidos de estudiosos de una determinada materia que logran ciertos acuerdos provisionales sobre el alcance de nuestro conocimiento. En ciencia, el voto de un profano no vale, ni puede valer, lo mismo que el voto de un experto: a la hora de determinar cómo construir un puente, curar una enfermedad, describir la evolución biológica o explicar las causas económicas de la Gran Depresión, no puede ser igual de válida de opinión de quien se ha especializado en tales campos que la de aquellos que lo ignoran todo sobre los mismos. De ahí que los consensos alcanzados por grupos de especialistas en una materia posean una mayor presunción de veracidad que el consenso de opiniones de los legos.
Lo anterior, por supuesto, no implica que los consensos deban imponerse coactivamente ni, tampoco, que sean definitivos e infalibles: al contrario, los especialistas son ante todo seres humanos y, por tanto, pueden padecer de los mismos sesgos cognitivos que cualquier otro ser humano. En algunos casos, de hecho, esos sesgos pueden presentarse en una modalidad incluso más acusada que en el hombre corriente: los científicos ponen continuamente en juego su prestigio, su estatus e incluso su nivel socioeconómico (es decir, la honestidad científica puede entrar en conflicto con sus intereses personales); asimismo, la inmensa mayoría de los científicos se limita a efectuar aportaciones graduales dentro de un consenso ya establecido, sin llegar a cuestionar si el núcleo duro de las ideas de ese consenso es realmente sólido o puede ser sustancialmente mejorado (es decir, ciertos errores pueden arrastrarse durante mucho tiempo dentro del consenso). No existen soluciones perfectas que blinden a la ciencia de todos estos problemas, más allá de la honestidad intelectual, el uso escrupuloso del método científico en sentido amplio y, también, la competencia intelectual no sólo entre hipótesis científicas dentro de un mismo consenso, sino incluso entre paradigmas científicos que se salgan del consenso.
De ahí que la pluralidad científica entre especialistas sea útil y necesaria, especialmente para falsar continuamente el conjunto de ideas asentado, reforzando así su verosimilitud (si el intento de contradicción fracasa) o sustituyéndolas (si el intento de contradicción triunfa). La dificultad, claro está, estriba en que existe una línea roja muy delgada entre críticas científicas desde fuera del paradigma dominante y críticas absurdas y acientíficas emitidas por profanos con ropaje de especialistas. Y, de nuevo, no contamos con un filtro objetivo que nos permita discriminar entre unas y otras: el consenso tenderá a rechazar por sistema toda crítica como acientífica e irrelevante, y si bien en muchas ocasiones podrá tener razón, en otras simplemente estará blindando sus propias carencias internas frente a la competencia externa.
Así las cosas, el único proceso que a largo plazo tiende a arrojar resultados satisfactorios es la libre competencia científica. Al igual que en el mercado de bienes y servicios la libre competencia tiende a proporcionar los productos deseados por los consumidores, en el mercado de las ideas la libre competencia tiende a proporcionar ideas progresivamente superiores a las anteriores (si bien el mercado de bienes y servicios cuenta con muchos más mecanismos de realimentación que le permiten cortocircuitar mucho antes los errores que en el mercado de las ideas). Y, como sabemos, uno de los requisitos de un marco de libre competencia es que ningún agente económico ostente privilegios, basados en la violencia en lugar de en la persuasión, sobre otros agentes económicos: aplicando este principio al caso del mercado de las ideas, el Estado no debería privilegiar –o debería hacerlo en la menor medida posible– a ningún grupo de especialistas por amplio que pueda parecer el consenso que gira en torno a sus ideas. Es más, justamente porque la ciencia no es democrática, no parece ni siquiera compatible con los ideales de una sociedad democrática el que el Estado subcontrate en ciertas áreas el ejercicio de su imperium a una dictadura de filósofos.
En este sentido, el anterior manifiesto en favor de la pluralidad dentro de las aulas de Economía confunde la libre competencia científica con la planificación estatal del resultado de esa competencia (al igual, por cierto, que los Tribunales de Defensa de la Competencia confunden la libre competencia con el troceamiento de las empresas exitosas con tal de evitar su poder de mercado). Lo que las agrupaciones de estudiantes parecen estar reclamando no es libertad científica, sino que el Estado reparta el juego (el tiempo de enseñanza dentro de las aulas) entre un mayor número de escuelas económicas. Pero la cuestión de fondo sigue siendo la misma: ¿por qué todas las escuelas han de contar con el mismo tiempo? ¿Por qué hemos de asumir a priori que todas son igual de válidas e igual de acertadas (cuando, evidentemente, no pueden serlo, ya que muchas de ellas defienden tesis incompatibles)? El manifiesto de estos estudiantes es, en el fondo, una apelación a la involución científica, a un repliegue oscurantista donde se asume, como punto de partida, que no podemos mejorar nuestro conocimiento sobre el mundo y que, por tanto, debemos atascarnos en repetir todas las ideas conocidas, por equivocadas que puedan parecernos.
De la humildad y honestidad epistemológica que debe caracterizar el actuar de todo científico no se colige la necesidad de un igualitarismo pluralista impuesto por el Estado: lo que se colige, por el contrario, es la necesidad de libertad y competencia científica. También, por cierto, en las aulas universitarias: el Estado debería minimizar toda su injerencia en la creación de nuevas universidades y, por supuesto, en la competencia entre los títulos y programas de esas universidades. Si alguien desea crear una facultad de Economía de contenido marxista donde se aspire a alcanzar un saber universal e interdisciplinar para terminar descifrando las leyes de la historia, debería ser no sólo muy libre de hacerlo sino que, además, sus títulos no deberían contar ni con un mayor ni menor aval estatal que todos los restantes (salvo, acaso, para la contratación del personal estatal, lo que por definición constituye una decisión discrecional del propio Estado): deberían ser los propios científicos y los propios estudiantes quienes juzgaran la utilidad de tales titulaciones frente a otras que, por ejemplo, se encuadren dentro del paradigma dominante y exhiban un carácter mucho más especializado (verbigracia: finanzas cuantitativas donde se excluya cualquier contenido sobre Historia, Sociología o incluso Teoría Económica).
En suma: frente a una dictadura más o menos plural de filósofos, libre competencia científica y educativa. Ése sería el único manifiesto que realmente podría suscribir.