Cuando nos planteamos cómo funcionaría una sanidad privada dentro del marco de un mercado libre, rápidamente se nos viene a la cabeza el caso de EEUU. En efecto, EEUU carece de un sistema de sanidad pública al estilo europeo (ya sea el modelo Beveridge de Inglaterra o España, donde es el Estado el que se encarga de proveer los servicios sanitarios a cambio del pago de impuestos, ya sea el modelo Bismarck de Alemania o Austria, donde el Estado obliga a los ciudadanos a contratar un seguro obligatorio altamente intervenido y regulado), de modo que, en principio, podría emplearse como campo de prueba de los efectos de la privatización y liberalización de la sanidad.
Mas, en este sentido, los resultados son bastante deplorables: EEUU gasta alrededor de 17 puntos del PIB en su sistema sanitario –casi el doble que la mayoría de países europeos–, sin que sus resultados sean espectacularmente superiores (la sanidad estadounidense está a la cabeza en la implantación de nuevas tecnologías, así como en el uso de medicina preventiva, pero esos elementos diferenciales no parecen justificar el gigantesco sobrecoste). Así las cosas, el debate sobre la superioridad de la sanidad pública quedaría definitivamente zanjado: calidad análoga a la mitad de precio.
El asunto, empero, no es ni mucho menos tan sencillo. Tal como explico extensamente en Una revolución liberal para España, el sistema sanitario estadounidense no puede considerarse representativo de un mercado libre. Por el lado de la oferta, la competencia dentro de, por ejemplo, la profesión médica se halla artificial e injustificadamente perturbada por las licencias y los colegios profesionales. Y, sobre todo, por el lado de la demanda, el 90% del gasto sanitario estadounidense se canaliza a través de dos agentes distintos del propio paciente: las aseguradoras y el Estado (para que se hagan una idea del despropósito: en España el gasto público en sanidad asciende al 6,9% del PIB... y al 8,2% en EEUU). Ni siquiera en España la socialización de la demanda alcanza un grado tan elevado como en EEUU.
En particular, de cada 100 dólares que se gastan en la sanidad estadounidense, 45 los desembolsan las aseguradoras, 45 los programas estatales Medicaid y Medicare y sólo 10 el paciente de su propio bolsillo. Dicho de otro modo, los estadounidenses pueden gastar 100 dólares asumiendo únicamente un coste de 10. ¿Quién paga los 90 restantes? El resto de sus compatriotas (ya sea a través el Fisco o a través de sus pólizas de seguros). En EEUU, pues, no hay una correspondencia entre costes y beneficios sanitarios: cada ciudadano gasta 100 para recibir 20 porque, en última instancia, él sólo soporta un coste de 10. El incentivo para disparar el gasto es el mismo que si un millón de personas acudieran juntas a un restaurante, pidieran individualmente aquellos platos que quisieran y dividieran entre todos la factura final.
Y, en efecto, el estudio más exhaustivo que se ha realizado hasta la fecha acerca de los sobrecostes sanitarios en EEUU no deja espacio para demasiadas dudas: los sobrecostes se deben esencialmente a un crecimiento descontrolado de la demanda (canalizada sobre todo a la medicina de tipo preventivo), que es capaz de soportar precios crecientes debido a que nadie tiene el incentivo a dejar de gastar. Por mucho que aumente la oferta, la demanda crece más rápido, multiplicando los precios. De hecho, en otros tramos de la sanidad estadounidense donde no se produce esta socialización del gasto (porque los programas estatales o los seguros no los cubren) no se observa ningún crecimiento anormal de los costes: es el caso, por ejemplo, de los servicios de odontología.
En Europa, donde la sanidad pública es gratuita para el usuario (que no para el contribuyente), podrían ciertamente darse unas consecuencias similares a las de EEUU de no ser porque nuestros políticos racionan y contingentan los servicios sanitarios que reciben sus ciudadanos (los famosos recortes sanitarios son una práctica estructural del sistema, aunque se hayan hecho más visibles con la crisis): en el Viejo Continente, los dueños de nuestra salud no somos nosotros, sino los políticos y burócratas que organizan el sistema según sus gustos, necesidades e intereses (listas de espera, adopción tardía de nuevas tecnologías, tratamientos y medicamentos no cubiertos, aglomeración de pacientes…). Dicho de otra forma: los incentivos perversos sobre la demanda que conducen a hipertrofiar el gasto sanitario son los mismos en EEUU que en Europa, pero en Europa los políticos controlan severamente la oferta e impiden que el gasto se sobredimensione; es como si, una vez llegáramos al restaurante, el dueño del mismo nos limitara la cantidad y la calidad de lo que cada comensal puede solicitar: por mucho que nos incentivaran a solicitar muchos y muy caros platos, no podríamos.
Pero ¿cuál es el motivo de que la demanda sanitaria estadounidense se haya socializado hasta ese nivel? No, no crean que la causa deriva del libre y normal funcionamiento de los mercados: el problema viene tanto del establecimiento de Medicaid y Medicare (1966) como, sobre todo, del poderoso incentivo que supone, desde 1954, la exención en el impuesto sobre la renta y en las contribuciones empresariales a la Seguridad Social de los gastos asociados a la contratación de un seguro sanitario en favor del trabajador. Para gastar 100 dólares en sanidad en EEUU es necesario que el trabajador ingrese 200 dólares antes de impuestos… salvo que ese gasto de 100 se canalice a través de un seguro sanitario contratado por el empresario (en cuyo caso, basta con ganar 100 antes de impuestos: un descuento del 50%). Los acicates a canalizar todo gasto sanitario a través de un seguro contratado por el empresario son, pues, enormes, incluso con respecto a gastos que no deberían estar cubiertos por los seguros (como la mayor parte de la medicina preventiva).
Esta socialización del 90% del gasto sanitario estadounidense –inducida por el intervencionismo estatal– es el principal responsable de la hipertrofia de precios. EEUU no es un buen ejemplo de mercado libre sanitario, donde la mayoría de gastos sanitarios se deberían sufragar a partir del ahorro propio y sólo aquellos de naturaleza extraordinaria y catastrófica serían cubiertos por seguros: Singapur, o incluso Suiza, guardan mayores semejanzas y su gasto sanitario está absolutamente bajo control, al tiempo que su calidad es extraordinaria. Si algo ilustra el caso estadounidense son los efectos potencialmente devastadores del estatismo, incluso en sus dosis en apariencia más inocuas.
Nada de lo cual, por cierto, debería llevarnos a caer en la complaciente aceptación de la sanidad pública europea. El envejecimiento demográfico provocará en las próximas décadas o una hipertrofia del gasto sanitario o una creciente degradación de la calidad de los servicios (ya observable vía recortes), que sólo podrá contrarrestarse con innovaciones disruptivas dentro de la sanidad. La privatización y liberalización de este sector resultará fundamental para encontrar competitivamente nuevos modelos de organización que logren mantener a raya los costes y que se adapten a las cada vez más variadas y personalizadas necesidades de los pacientes (y no de los burócratas, como en Europa). Pero para todo ello debemos arrebatar la gestión de la sanidad a los políticos y a los burócratas y devolvérsela a los ciudadanos: no emulando a EEUU, sino liberalizando de verdad.