Argentina –y su camarada Venezuela– avanza sin frenos hacia el caos económico y social apenas doce años después de protagonizar la mayor quiebra soberana de la historia reciente. Con una inflación extraoficial que supera el 60% interanual y una constante e intensa devaluación monetaria, los argentinos sufren las consecuencias del empobrecimiento generalizado que, tarde o temprano, acaba aflorando con el populismo. El infructuoso intento de aproximarse a una economía de libre mercado en la década de los 90, con el también peronista Carlos Menem en la Presidencia, fue un mero espejismo debido a la timidez e inconsistencia de las reformas emprendidas. Fue entonces cuando el país se enfrentó a su particular dilema.
El firme anclaje al dólar, con la consiguiente imposibilidad de imprimir billetes, tan sólo dejaba dos opciones posibles a su Gobierno: liberalizar al máximo su economía, abrazar la apertura comercial (globalización) y reducir de forma drástica el gasto público y los impuestos, o bien suspender pagos, abandonar el dólar y recuperar la plena autonomía monetaria para devaluar a placer. La elección ya es conocida por todos, especialmente por los argentinos que vieron atrapados sus ahorros y cuentas bancarias en el inefable corralito. El Estado se declaró en quiebra, entre vítores y aplausos de los socialistas de medio mundo, incluidos muchos argentinos, que veían en la deuda externa y el plan de ajuste impuesto por los organismos internacionales una condena injusta cuyo cumplimiento debían evitar. ¡Y vaya si lo evitaron! A finales de 2001 el Gobierno argentino repudió una deuda próxima a 100.000 millones de dólares. Sus prestamistas, inversores y ahorradores (jubilados inclusive) de Europa, Estados Unidos y América Latina perdieron cerca de 84.000 millones. La quiebra fue adoptada de forma unilateral, sin negociación previa, de modo que los afectados iniciaron un largo y complejo periplo en los tribunales internacionales para intentar recuperar parte de su dinero. Desde entonces, Argentina tiene cerrado el grifo de la financiación internacional –su deuda pasó de representar el 20% del mercado de bonos emergentes antes del default a apenas el 2% actual–. Su desbocado gasto público es financiado a través de su Banco Central, siempre dispuesto a comprar la deuda basura de los Kirchner.
Pese a ello, el socialismo alabó la deriva escogida por Argentina, hasta el punto de convertirse en un auténtico referente para algunos conocidos economistas, como, por ejemplo, el Nobel Paul Krugman. El fuerte crecimiento registrado tras la quiebra constituía, en teoría, la prueba irrefutable de su éxito, según alegaban los keynesianos de todos los partidos. Olvidaban, sin embargo, que dicho rebote se produjo después de un brusco e histórico hundimiento económico que sumió en la más absoluta pobreza (renta inferior a los dos dólares diarios) a más del 30% de la población, además de espolear, como es lógico, la emigración masiva de los argentinos más formados y con más recursos económicos. De hecho, y pese al intenso crecimiento de los últimos años, Argentina tiene hoy más gente viviendo en la miseria que antes del default.
El populismo se impuso, una vez más, en el particular dilema que afrontó el país en 2001, y desde entonces el kirchnerismo controla a su antojo el poder. Los resultados de aquella elección saltan a la vista. Apenas doce años después, Argentina avanza de nuevo hacia la quiebra y el caos, azotada por la hiperinflación, el estancamiento del PIB, el proteccionismo comercial, el cepo cambiario, un férreo control de capitales y una corrupción y un nepotismo generalizados. Un paraíso socialista, sin duda, caracterizado por el empobrecimiento económico y la degradación social. Por desgracia, este fenómeno no es nuevo. Su decadencia se remonta décadas atrás, cuando el peronismo, un movimiento fascista de perfil bajo, conquistó el poder político tras la Segunda Guerra Mundial.
Su incesante guerra contra el capitalismo, a base de nacionalizar industrias, intervenir mercados y glorificar al todopoderoso Estado, ha desembocado en uno de los mayores deterioros económicos de la historia de la democracia contemporánea en tiempos de paz. Argentina era uno de los 10 países más ricos del planeta en los años 20, con una renta per cápita superior a la de la mayoría de los países europeos, similar a la de Francia o Alemania y mayor que la de Italia o Japón. En la actualidad, por el contrario, ocupa el puesto 59 –y bajando–, a la altura de México, el Líbano o Gabón, y muy próxima a Venezuela (puesto 64). Su renta per cápita, en términos de poder de compra (descontando inflación), apenas superaba los 15.500 dólares en 2010, un 70% menos que EEUU, un 60% inferior a la de Japón o Alemania y la mitad que la de Francia o Italia, según el Banco Mundial. Argentina ocupa el puesto 166 en el último Índice de Libertad Económica elaborado por la Fundación Heritage, a la cola del ránking mundial, pues, y ha protagonizado, junto a Venezuela, la mayor pérdida de libertad económica desde que se empezó a publicar este índice, en 1995.
¿Cómo ha sido posible? ¿Es culpa de sus políticos? ¿De la corrupción, quizás? ¿Acaso es otra víctima del pérfido imperialismo estadounidense, que les ha cogido manía? No, no y mil veces no. Los únicos responsables de la lamentable situación de Argentina son, única y exclusivamente, los propios argentinos, por consentir, apoyar y alentar un estatismo exacerbado vestido bajo el ropaje de la "justicia social" y el populismo más execrable. Tienen justo lo que desean, no hay más. De ahí, precisamente, que no haya que llorar por su triste destino, aunque sí compadecerse de su errónea elección. Lo tenían todo, pero, voluntariamente, optaron por perderlo.
La deriva de Argentina debería servir de ejemplo sobre lo que no se debe hacer. España, Italia, Grecia y Portugal afrontan hoy un dilema muy similar al que afrontó Argentina en 2001, y deberán escoger, en última instancia, uno u otro camino. De sus ciudadanos depende, de nadie más.