Si algo caracteriza en todas partes a los adolescentes es su afán por llevar siempre la contraria. Un hábito cerril que en el caso de España se extiende a los ministros de Hacienda. Así lo demuestra cualquier vistazo somero a las cuentas del Reino a lo largo de los últimos quince años. Todos los manuales de macroeconomía del mundo, todos, contienen idéntica receta: el Gobierno debe ahorrar cuando las cosas van bien y no recalentar inútilmente la economía provocando inflación. Por el contrario, durante las caídas cíclicas, esto es cuando el sector privado se retrae de invertir y consumir atenazado por el miedo y la incertidumbre, conviene que ocupe su lugar incrementando el propio gasto para compensar. Bien, pues los gobernantes contemporáneos españoles, igual los del PP que los del PSOE, convinieron obrar justo a la inversa. Esto es, gastar con alegre prodigalidad en tiempo de bonanza, cuando ninguna falta hacía, y racanear con la cantinela de la austeridad en el peor instante imaginable, cuando la demanda interna española se ha desplomado y figura desaparecida en combate.
Ni el más pueril de los quinceañeros los hubiera podido superar en su necia, temeraria inconsciencia. De ahí que, en plena fiebre de la burbuja inmobiliaria, tanto Aznar como Zapatero se entregaran con entusiasmo a lanzar más leña al fuego: AVE de película, aeropuertos de cine, tuneladoras gigantes echando humo por todas partes… Reténgase apenas el siguiente porcentaje: a principios de 2009, instante fatal en que sonó el despertador, el gasto por habitante del sector público era un 42% superior al de quince años atrás. ¡Un 42%! Y ahora, con la economía privada de cuerpo presente, no queda ni un céntimo para invertir en arreglar una farola. El mundo al revés. Así las cosas, discutir sobre el carácter procedente o no de estos Presupuestos es perder el tiempo. Son las cuentas de Carpanta, las únicas que podía presentar. Y no hay mucho más que añadir.
Habrá, eso sí, quien vuelva a explicar el cuento del efecto exclusión, pero el efecto exclusión es una leyenda urbana, mera fantasía de publicistas atribulados. El dinero que absorbe el Estado vía deuda no se detrae de la economía productiva, como presume el mito. Y es que el Leviatán no lucha con los particulares por obtener financiación. Si eso fuera cierto, los bancos españoles no tendrían a estas horas 125.000 millones de euros depositados en la caja fuerte del Banco Central Europeo. Esos fajos de billetes se amontonan ahí, muertos de risa, porque no hay demanda solvente de crédito en el mercado. Pero el dinero existe, claro que existe. Reténgase otro dato: la banca española ha adquirido deuda pública por un monto de 190.000 millones de euros. Y resulta que hasta el último euro ha salido del Banco Central Europeo. Hasta el último euro. Al cabo, el BCE les ha prestado eso y mucho más. En concreto, 248.000 millones. ¿Dónde está, pues, el famoso efecto exclusión? Ni está ni se le espera. En fin, el Presupuesto de la recuperación, dicen. He ahí, en su mísera pobreza, el legado financiero de una clase dirigente, la de la Segunda Restauración, que no da más de sí.