La vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, presentó el viernes en el Consejo de Ministros el primer informe de seguimiento sobre la tan cacareada reforma de las Administraciones Públicas, con la que el PP pretende mejorar la eficiencia del sector público. Se trata de un proyecto loable, sin duda, ya que uno de los principales problemas que sigue presentando España es la existencia de una sobredimensionada estructura estatal, cuya complejidad burocrática lastra y obstaculiza la actividad económica y su mantenimiento supone un coste inasumible para el bolsillo de los contribuyentes. De ahí, precisamente, que dicha reforma, cuya coordinación corresponde a un organismo de nueva creación (CORA), fuera valorada desde un principio como un paso importante en la dirección correcta. Y, en este sentido, si bien es cierto que el espíritu del proyecto estrella de la vicepresidenta es bienvenido, el contenido concreto del mismo deja mucho que desear.
La reforma incluye un total de 218 medidas que tienen por objetivo la eliminación de duplicidades administrativas, la simplificación burocrática, una mejor gestión de los recursos públicos y la eliminación de ciertos entes. El primer problema, sin embargo, es que no constituye un elenco de medidas concretas sino un batiburrillo de propuestas difusas y abstractas bajo el que se incluyen diversos proyectos legislativos que ya están en marcha, como, por ejemplo, la reforma de la Administración Local, la nueva Ley de Apoyo a Emprendedores o la Ley de Unidad de Mercado, entre muchas otras. Es decir, el Gobierno trata de vender como reforma lo que, en realidad, supone, meramente, un conglomerado de distintos proyectos. En segundo lugar, las medidas destinadas específicamente a reducir duplicidades autonómicas son, en realidad, simples recomendaciones cuya aplicación dependerá de la buena voluntad de los gobiernos regionales, de modo que su efectividad será más bien escasa, cuando no nula. Y, por si fuera poco, la finalidad última del Ejecutivo consiste en "racionalizar" y "codificar" el marasmo jurídico y administrativo que, por desgracia, tanto caracteriza a la Administración Pública. Es decir, la vicepresidenta no pretende reducir de forma drástica el asfixiante peso del Estado sobre mediante una profunda reestructuración del modelo autonómico y local, al tiempo que se rebaja intensamente el intervencionismo económico y se liquidan todos los organismos públicos inservibles. Su finalidad es otra: mejorar algo el funcionamiento del sector público, pero manteniendo prácticamente intacto su elevado tamaño, de modo que su impacto real será casi marginal.
Prueba de ello es que, según el citado informe, el Gobierno ya ha logrado reducir un total de 53 organismos públicos. Sin embargo, esto no significa que hayan desaparecido, ya que la mayoría se han integrado en otros entes, de modo que, en el fondo, tan sólo se reduce el número de siglas que componen el sector público estatal, pero no su tamaño. De hecho, la propia vicepresidenta aclaró que los empleados de estos centros ya desaparecidos se integrarán en otro tipo de órganos públicos. Tanto es así, que el ahorro previsto por la eliminación de estos 53 organismos tan sólo asciende a 33 millones de euros. Una ridiculez absoluta si se tiene en cuenta que la deuda pública española crece a un ritmo de 380 millones de euros cada día, que las empresas públicas acumulan una deuda de 53.000 millones o que las CCAA aún cuentan con más de 2.000 organismos, la inmensa mayoría de ellos completamente inútiles. Esto no es una reforma del sector público sino un nuevo maquillaje para que todo siga, más o menos, igual.