Desde que el pasado siete de septiembre el Comité Olímpico Internacional eliminase en la primera votación la candidatura de Madrid de cara a los Juegos Olímpicos de 2020, las noticias de este nuevo fracaso se han sucedido en todos los medios de comunicación. Hace unos días, este periódico adelantaba que los tres intentos consecutivos fallidos para tratar de convertir Madrid en sede olímpica han supuesto un coste público total de 6.536,1 millones, o lo que es lo mismo, 2.000 euros a cada contribuyente. De esta cuantía, la inversión en infraestructuras asciende a 5.988,3 millones y el resto (547,8 millones) a la construcción de instalaciones deportivas.
En la víspera de la decisión del COI, la alcaldesa de Madrid, Ana Botella, se aventuraba a asegurar que "Madrid 2020 no tendrá elefantes blancos. Es un nuevo modelo de Juegos responsable, con un presupuesto mucho más austero y unas infraestructuras que se están disfrutando ya por los madrileños", decía Botella.
¿Elefantes blancos?
Hay que remontarse a la antigua época de los reyes de Tailandia para explicar el significado del término 'elefante blanco'. Este tipo de mamíferos, muy atípicos, son considerados desde la antigüedad como sagrados, siendo un símbolo de poder real. Todos son regalados, y, cuantos más elefantes de este tipo tenga el rey, mayor será su estatus. Sin embargo, cuando los reyes estaban descontentos con alguno de sus súbditos le regalaban un mamífero de este tipo. El súbdito debía alimentarle con comida especial y permitir, a todo los ciudadanos que quisieran, venerarlo. Esto, tenía un coste elevadísimo lo que provocaba la ruina del súbdito.
En la cultura occidental, 'elefante blanco' hace referencia a posesiones que tienen un alto coste, tanto de construcción como de mantenimiento, y, ese coste, es mayor que el beneficio que aporta. Es decir, estos 'elefantes blancos' ocasionan más problemas que beneficios a sus propietarios.
En España, fruto de una mala gestión y del despilfarro de muchos políticos, tenemos grandes ejemplos de elefantes blancos. Sin ir más lejos, las instalaciones olímpicas como la Caja Mágica o el Madrid Arena, son claramente deficitarias, pero hay muchas más.
La Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia son un ejemplo de este despilfarro. En plena fiebre del ladrillo, a finales de los años 90, la Generalidad Valenciana proyectó el faraónico complejo cultural y lúdico de la Ciudad de las Artes y las Ciencias. El macrocomplejo tenía un presupuesto inicial de 308 millones de euros. Sin embargo, el Gobierno de Francisco Camps acabó desembolsando 1.281 millones de euros, lo que supone un gasto extra de casi 1.000 millones de euros de dinero público. El pasado viernes, el Gobierno valenciano anunció su intención de privatizar la gestión del complejo. Desde que abrió sus puertas en 1998 ha facturado poco más de 400 millones de euros.
Otro ejemplo de despilfarro muy popular es el del aeropuerto de Castellón. Desde el inicio de la construcción de este aeropuerto ha sido visto como una mala decisión del entonces presidente de la diputación Carlos Fabra. El 25 de marzo del 2011 se celebró un acto oficial de inauguración, sin embargo, ningún avión ha aterrizado o despegado desde este aeropuerto fantasma. Con un gasto de más de 150 millones de euros, el aeropuerto únicamente ha servido de pista de entrenamiento de coches de carreras.