Un comité de supuestos expertos o sabios acaba de proponer una serie de supuestas reformas del sistema público de pensiones que, básicamente, se reducen, tal y como era previsible, a reducir la cuantía de las pensiones y a retrasar coactivamente la edad de jubilación. No digo yo que no sea esa, efectivamente, la única forma de hacer sostenible el modelo estatalizado y colectivista que padecemos. Sin embargo, un beneficio aparente, cuya sostenibilidad depende esencialmente de paulatinos perjuicios a sus supuestos beneficiarios, es, simplemente, una estafa. Y eso es, precisamente, lo que constituye el actual sistema público de pensiones, basado no en la capitalización del ahorro sino en su reparto: una estafa piramidal a la que se debía poner fin y no tratar de apuntalar, tal y como ya se ha hecho en el pasado, con supuestas reformas que no consisten ni pueden consistir en otra cosa que en sacrificar en el altar del sistema a sus supuestos beneficiarios.
Reducir todavía más la cuantía de las pensiones y retrasar más la edad de la jubilación, así como aumentar las cotizaciones o complementarlas con otros impuestos, tal y como también proponen los sindicatos, no es otra cosa que volver a sacrificar al individuo en beneficio del sistema, algo muy propio de los socialistas, pero que no debería ser respaldado por ningún liberal, salvo como paso previo a una transición a un modelo de capitalización individual. Esta última es la única forma en la que el trabajador se puede realmente beneficiar de lo aportado a largo de su vida laboral, así como de la rentabilidad que ese ahorro haya ido generando a lo largo de la misma, mientras conserva en todo momento un derecho civil elemental como es el de decidir cuándo quiere jubilarse.
Apuntalar el sistema público de reparto únicamente por la vía de los ingresos, tal y como propone la izquierda y otros aficionados a las quimeras, es un espejismo, puesto que los impuestos al trabajo desincentivan la creación de empleo. Algo parecido podríamos decir de soñar con iguales tipos contributivos pero con un mayor número de cotizantes, que no deja ser una forma de encubrir la estafa mediante el ardid de aumentar el número de estafados, algo que ni la demografía ni el sentido común nos permiten.
No digo yo, claro está, que lo mejor sea dejar las cosas como están y dejar que la cosa quebrase sin maquillajes para que todos pudieran ver claramente la estafa que ahora niegan quienes afirman que el modelo sí es sostenible. Pero, sin llegar a esa traumática ruptura, sí que pediría a nuestros expertos una auténtica y profunda reforma que suponga una transición a un sistema de capitalización individual que no expropie, mediante repartos, el fruto del trabajo, sino que lo acumule en beneficio del trabajador de cara al momento en que libremente quiera jubilarse. Eso sí sería una reforma y una forma de dejar la política al margen de las pensiones. Lo demás no es otra cosa que el apuntalamiento y maquillaje de una estafa que cualquiera, sin ser experto, puede, efectivamente, hacer sostenible.