El sistema público de pensiones vigente en España adolece de graves problemas estructurales que amenazan su viabilidad a medio y largo plazo en caso de que no se adopten las medidas necesarias para poder corregir sus profundos desequilibrios. La actual crisis económica tan sólo ha aflorado antes de lo previsto el déficit estructural que, cual bomba de relojería, se venía gestando en el seno de la Seguridad Social desde hace muchos años. El desplome del número de cotizantes y el incesante aumento de pensionistas desde 2007 provocó que el sistema entrara ya en números rojos en 2010, y desde entonces, la brecha entre ingresos y gastos no ha dejado de aumentar, hasta el punto de que el Gobierno se ha visto obligado a acudir al Fondo de Reserva de la Seguridad Social para poder seguir abonando puntualmente las prestaciones.
El anterior Ejecutivo socialista ya aprobó una nueva reforma del modelo en 2011, retrasando la edad legal de jubilación desde los 65 a los 67 años, de forma gradual hasta 2027, y ampliando el período de cálculo de las pensiones de 15 a los últimos 25 años de cotización. Sin embargo, tales cambios, aun siendo necesarios, resultaban claramente insuficientes para afrontar con relativo éxito el gran desafío de la crisis demográfica, debido al aumento de la esperanza de vida y la baja tasa de natalidad. Además, en las próximas décadas se jubilará un número cada vez mayor de personas, de modo que el volumen total de pensionistas pasará de los 9 millones actuales a 15 millones en 2052. Es decir, el gasto en pensiones no dejará de aumentar, ejerciendo una presión fiscal insostenible sobre la población activa. De ahí, precisamente, que sea necesario adoptar cuanto antes algún tipo de mecanismo para corregir de forma automática el descuadre que se irá produciendo en las cuentas de la Seguridad Social, suavizando así su brutal impacto.
En este sentido, el Comité de Expertos creado por el Gobierno presentó este viernes su particular "factor de sostenibilidad" para garantizar el futuro de las pensiones públicas. Por un lado, proponen actualizar las prestaciones en función de los ingresos y gastos del sistema en lugar de la evolución del IPC, como sucedía hasta ahora. Por otro, plantean vincular las futuras pensiones a la evolución de la esperanza de vida, lo cual se traducirá en nuevos recortes en comparación con las cuantías actuales. La labor de los técnicos en este ámbito ha sido intachable, ya que la fórmula planteada, además de resultar eficaz para el fin perseguido (amoldar las pensiones a la situación presupuestaria y demográfica), aporta transparencia sobre la realidad de un sistema que, por definición, hace aguas. Tal y como advierten en su informe, el modelo de reparto vigente condena a los españoles a trabajar más años o bien a cobrar una pensión muy inferior a la actual, siempre y cuando no se opte por disparar aún más la fiscalidad sobre el trabajo, lo cual no sólo sería ineficaz sino terriblemente dañino. El sistema de reparto no deja margen a otra alternativa posible. Ésta es la cruda realidad.
Así pues, nada que reprochar a los expertos, cuyo trabajo se ha ceñido a las directrices marcadas desde el Ministerio de Empleo (garantizar el modelo de reparto) y sí, mucho, al conjunto de la clase política, ya que sigue empeñada en sostener a toda costa un sistema que impone por la fuerza la prolongación de la vida laboral, a cambio de garantizar unas pensiones cuya capacidad adquisitiva será cada vez menor. Por ello, el verdadero debate de fondo que se debería plantear no es el de reformar el sistema para, de una u otra forma, empeorar la situación de los jubilados presentes y futuros sino, muy al contrario, el de cambiar por completo el modelo vigente para elevar la calidad de vida de los pensionistas, tal y como ya ha acontecido en otros muchos países mediante la adopción de sistemas mixtos o incluso la capitalización directa de las pensiones.