Han pasado justamente dos años desde que escribí la introducción del anterior volumen de Crónicas de la Gran Recesión (2007-2009). Era 19 de abril de 2011 y la mayor parte de los acontecimientos que se relatan seriadamente en el presente libro todavía no habían acontecido: sí, Grecia, Irlanda y Portugal ya habían sido rescatados y Zapatero había anunciado que no se presentaría a la reelección, pero por aquellas fechas todavía imperaba la sensación mayoritaria de que resultaba inaplazable un cambio de fondo en la política económica europea después de que ciertos países, entre ellos el nuestro, se hubiesen excedido durante años en sobredimensionar su sector público y en oprimir regulatoriamente a su sector privado.
De hecho, dentro de nuestro país no eran pocos quienes esperaban que ese cambio de rumbo lo impulsara el Partido Popular una vez que alcanzara la mayoría absoluta en las elecciones generales. Mariano Rajoy iba a ser, según el sentir de muchos de sus votantes, el que enterrara al desastroso régimen zapaterista y trajera nuevos aires a la depresiva economía española. Empero, su entronización guardó muchas más semejanzas con la conservación de las esencias socialdemócratas y keynesianas de Zapatero que con su demolición. No tanto por su discurso –que también, aunque con giros discursivos mucho más engañosos que los de su predecesor–cuanto por sus elocuentes decisiones políticas: salvajes subidas de impuestos, rebajas muy insuficientes del gasto y cosméticas aperturas de muy poquitos mercados. En suma, durante su primer año de mandato, el líder de los populares se dedicó a apuntalar las ruinas del infinanciable socialismo español.
Sin embargo, ni unos ni otros han querido asumir que Rajoy era el auténtico continuador del quebrado keynesianismo zapateril: los populares, porque llegaron al poder y camelaron a las burocracias europeas ondeando la bandera de una austeridad que luego sólo han sabido pisotear; los socialistas, porque quisieron basar su labor de oposición en la populista lucha contra unos timoratos y muy parciales recortes del gasto público que ellos mismos se hubiesen visto obligados a aplicar en caso de haber continuado en La Moncloa. Fue así, mezclándose en nuestra arena política el hambre con las ganas de comer, como se fraguó el mito de que el Ejecutivo popular aplicó con contumacia una ejemplar política de austeridad cuyas repercusiones se desplegaron en forma de agravada recesión e irreversible destrucción de empleo.
De ahí que, dos años después de escribir la introducción de Crónicas de la Gran Recesión (2007-2009), el sentir mayoritario de los españoles sea bastante distinto al de aquel 19 de abril de 2011: de la esperanza se ha pasado a la decepción; del optimismo, a la resignación; y del convencimiento sobre la necesidad de austeridad, a la sensación de agotamiento y hastío. Un auténtico vuelco social que deriva de la mojigatería keynesiana del PP y que siembra serias dudas sobre la posibilidad de que nuestra economía complete el proceso de reajuste productivo y financiero que necesita para escapar del lodazal en el que fue sumergida años antes por la burbujística actuación del Banco Central Europeo.
Mi opinión del Partido Popular fue desde siempre mucho menos entusiasta que la de la mayoría de las personas que ansiaban el cambio de gobierno, y así intenté hacerlo notar constantemente en mis distintas columnas periodísticas. Antes de y durante su gobierno, busqué dejar bien clara la gigantesca diferencia que existía entre la política económica liberal que requería este país y la vergonzosa caricatura que figuraba en la agenda de Rajoy. Por eso, precisamente, ni me sentí decepcionado, ni resignado, ni hastiado ante el ulterior fiasco de nuestra economía: fui consciente desde un principio de la magnitud del desafío reformista que teníamos por delante y de la absoluta renuencia e incapacidad del PP por afrontarlo. Por eso también sigo convencido de que la solución de los problemas de España pasa por el liberalismo: básicamente porque en las últimas décadas, y especialmente en los últimos años, sólo hemos padecido un grotesco y fracasado estatismo que ha engendrado la práctica totalidad de nuestros problemas actuales.
Este libro, que recopila los artículos escritos a caballo entre la descomposición del zapaterismo y el primer año de gobierno zapaterista de Rajoy, es buena prueba de ello, por lo que espero que sirva para proporcionar al lector una narrativa medianamente hilvanada y a pie de actualidad sobre el fiasco que ha supuesto para España el intervencionismo travestido de liberalismo y sobre por qué el auténtico paliativo a nuestra sangrante depresión sigue estando en los mercados libres y en los Estados ultralimitados. El liberalismo y la austeridad no han fracasado simplemente porque no se han llegado a aplicar, ni en España, ni en la inmensa mayoría de Europa, ni en EEUU.
En suma, si las crisis suelen definirse como aquellos períodos en los que muere lo viejo sin que nazca todavía lo nuevo, a nadie debería extrañarle que nuestro país siga sumergido en una crisis: lo viejo (el estatismo keynesiano manirroto) está agonizando en la insolvencia mientras que lo nuevo (la extensión del capitalismo) continúa sin emerger debido a la represión fiscal y regulatoria ejercida por nuestros liberticidas políticos. Ojalá en Crónicas de la Gran Recesión III (2013-2015) no debamos constatar que lo nuevo que terminó naciendo fue un estatismo intervencionismo estatal todavía más pauperizador que el que estamos padeciendo.
Nota. Este texto es la introducción al segundo volumen de las Crónicas de la Gran Recesión de Juan Ramón Rallo, que acaba de publicar Unión Editorial.