Decía un gran entendido en esos asuntos, Vladimir Ilich Lenin, que la mejor manera de destruir los fundamentos de una sociedad es socavar su moneda. Y desde la Alemania de Weimar o la Argentina del corralito hasta la España de la paranoia con la prima de riesgo, la Historia no se ha cansado de darle la razón. Esa misma Historia en la que cualquiera puede acusar recibo de que, en los treinta años previos a la creación del euro, el marco alemán se revaluó un 500% en relación a la peseta. Repito, un 500%. Solo un ciego –o un loco– podía creer que esa asimetría crónica iba a desaparecer para siempre jamás por que unos políticos pusieran su firma en un papel.
Pero el mundo está lleno de ciegos y de locos. Aunque no en Polonia, más conocida ahora por la locomotora del Este, país que ha continuado creciendo durante la crisis y que sigue sin manifestar prisa alguna por integrarse en el euro. Y tampoco en Alemania, por cierto. Los alemanes, justo es recordarlo, siempre fueron conscientes de que sería un despropósito incluir a España y a Italia en el grupo inicial del euro. Suya fue la teoría de la coronación. La unificación monetaria, predicaba Berlín, debiera constituir la última fase, la coronación de un largo proceso de convergencia nominal. Como Eugenio d’Ors, Helmut Kohl también pensaba que los experimentos monetarios es mejor hacerlos con gaseosa.
Pero Aznar tenía prisa. Lo ha contado Jean Pisani-Ferry, por entonces consejero económico del primer ministro de Francia y director de Bruegel, el think tank más influyente de Europa. Romano Prodi, el jefe del Gobierno italiano, propuso a Aznar en septiembre de 1995 que sus dos naciones retrasaran la entrada en la nueva moneda. Creía, y con razón, que el euro pudiera convertirse en una ratonera si se declarase una crisis económica en Europa. Pero el de Valladolid no atendió a razones. Hiciera lo que hiciese Italia, él iba a figurar en la foto de la unión monetaria. Así las cosas, a Italia, país fundador del Mercado Común tres lustros antes de que ingresara España, no le quedó más remedio que aceptar el envite. Contra toda lógica, el euro nacería con once miembros. El disparate estaba consumado.