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José García Domínguez

¿Y si Alemania se marchara del euro?

No existe el menor riesgo de que vaya a suceder, pero si se marchasen nadie lloraría en la despedida.

No existe el menor riesgo de que vaya a suceder, pero si se marchasen nadie lloraría en la despedida.

Tal como acaba de proponer un ilustre discípulo de Karl Popper, quizás lo mejor para todos sería que Alemania abandonase el euro. Y cuanto antes. Porque si Alemania no cambia su política, y nada indica que piense alterarla en lo sustancial después de las elecciones de septiembre, la moneda común acabará rompiéndose por el eslabón más débil del Sur, llámese Chipre, Grecia, Portugal, España o Italia. Solo es una cuestión de tiempo. Ocurrirá más pronto o más tarde, pero ocurrirá. Es inevitable. El Sur necesita desesperadamente ganar competitividad; con una divisa propia lo habría logrado en veinticuatro horas, sin ella nadie sabe cuánto puede tardar. Porque ese tosco sucedáneo en el que ahora nos hemos embarcado, la devaluación interna, no es ni mucho menos lo mismo. En su día Milton Friedman lo explicó comparándolo con el cambio del horario oficial en verano. Se podría lograr el objetivo, razonó, sin tocar los relojes. Bastaría con que todo el mundo llegase sesenta minutos antes a la oficina cada mañana.

Claro que poner de acuerdo a la vez a cuarenta y siete millones de personas no resulta tan sencillo como adelantar las manecillas de golpe. Una devaluación por decreto es una guerra relámpago, visto y no visto. La reducción general de salarios, una batalla de trincheras en mil frentes que puede eternizarse en otras tantas escaramuzas interminables. Pero tampoco eso va a funcionar. En una economía hiperendeudada, la lógica de la devaluación interna puede abocar a un callejón sin salida. Para caer de bruces en esa ratonera únicamente hace falta que entre los socios comerciales del país no exista inflación. Y en nuestro entorno no existe. Ahora mismo, la inflación media en la zona euro ronda el 1%. Ello significa que, como mínimo, deberíamos reducir nuestros precios un 6% para obtener alguna ventaja competitiva frente a Alemania. Descensos retroalimentados de precios y salarios, se llama deflación de activos y consiste en que cuanto más dinero pagan los deudores, más empeora su situación (si el valor de un piso no para de bajar, el patrimonio del que paga la hipoteca no para de reducirse). Un desastre.

Si ese bucle se pusiera en marcha, nadie, absolutamente nadie podría salvarnos de la bancarrota segura. Añádase que la austeridad apenas deja margen de maniobra ante el riesgo de implosión de los sistemas políticos nacionales. Estamos en el límite. Socialdemócratas y liberal-conservadores pueden ser barridos del mapa electoral de persistir los recortes y subidas de impuestos durante mucho más tiempo. Y los populistas y antisistema de vario pelaje, llámense Syriza, Beppe Grillo o neonazis húngaros, pasar de la excepción marginal a la norma. Si ocurre, supondrá la muerte anunciada no del euro sino de la propia Unión Europea. Y nada hace pensar que no pueda ocurrir. Al cabo, Alemania ni siquiera transige con eliminar la prima de riesgo del Sur. Se han llegado a persuadir de que son ellos, los sufridos contribuyentes alemanes, quienes mantienen con su dinero a esa panda de vagos meridionales, los pigs. "Unión de transferencias" le dicen. Han olvidado, parece, que si Alemania aporta un 27% al fondo de rescate europeo, Francia proporciona un 20% y España e Italia juntas un 30%. Y que si lo calculamos per capita, la contribución germana únicamente ocupa el sexto puesto de la lista. Quieren no una Alemania europea sino una Europa alemana. Por eso lo más sensato sería que se fueran. A fin de cuentas, para los países del Sur supondría una bendición del cielo que nos abandonasen.

El euro se devaluaría de golpe frente al marco. En gozosa consecuencia, nuestros productos pasarían, también de golpe, a resultar mucho más baratos en todos los mercados exteriores, empezando por el alemán. Pero no solo eso. La deuda, igual la pública que la privada, al estar fijada en euros se vería reducida en términos reales por la mayor volatilidad de los precios internos en España. Escenario que forzaría a Alemania a moverse para tratar de limitar sus pérdidas impidiendo una depreciación descontrolada del euro. Y por si fuera poco esa espada de Damocles, la amenaza de quiebra de los Estados, dejaría de pender sobre nuestras cabezas al retener los países de la Zona Euro el control sobre el BCE. A estas alturas de la crisis ya resulta manifiesto que el entusiasmo de Berlín por la Unión era algo meramente instrumental. Tras el derrumbe del bloque soviético, lo que en verdad ansiaban era la reunificación. Y tanto el euro como el propio Tratado de Maastricht no fueron más que el precio a pagar a fin de que Francia la tolerase. Apenas eso. A Alemania, es evidente, no le interesa liderar la integración política de Europa. Y está por ver que a Europa le interese vivir permanentemente a la sombra de una Alemania ensimismada. Así las cosas, tal vez un divorcio amistoso fuese lo menos malo que nos pudiera ocurrir. No existe el menor riesgo de que vaya a suceder, pero si se marchasen nadie lloraría en la despedida.

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