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Juan Ramón Rallo

¿Más reformas? Más impuestos

Lo grave del asunto es que perseveran en sus errores (subidas de impuestos) e insuficiencias (reformas mínimas) a sabiendas de que no van a dar resultado.

Mintió Rajoy cuando hace apenas unos días anunció aquello de "no hay impuestos el viernes". Claro que los ha habido y de qué modo: el "recargo extraordinario de solidaridad" –léase, el rejonazo histórico en el IRPF– se mantendrá, como poco, un año más; las empresas van a pagar muchos más impuestos de Sociedades por el asimétrico cumplimiento de las recomendaciones de Bruselas en materia fiscal (se quitan deducciones pero, oh sorpresa, no se rebajan los tipos); aumentan todos los impuestos especiales salvo, al parecer, el de hidrocarburos; y se despliegan de toda una batería de nuevas gabelas que, con los pretextos más tramposos (proteger el medioambiente), sólo buscan vaciar un poco más los tiritantes bolsillos de los españoles.

Acaso pocos se sorprendan a estas alturas de que el gobierno popular guste de retorcer la realidad para enmascarar su voracidad tributaria. Más anonadación debería causarnos, eso sí, que, pese a todo lo padecido hasta la fecha, Rajoy siga confundiendo reformas estructurales con subir impuestos a un sector privado tan machacado que, según sus propias previsiones, seguirá con una tasa de paro por encima del 25% hasta finalizar la legislatura. Tras varias semanas anunciando a bombo y platillo un omnicomprensivo paquete de reformas que iban a dinamizar y liberar de sus cadenas a la hiperregulada economía española, con lo único que nos hemos topado este 26 de abril es con más de lo mismo: impuestos, impuestos y más impuestos adornados, eso sí, con vaguísimas y parciales promesas de revisión legislativa.

Anoten el revolucionario recetario reformista que el Dr. Rajoy prescribe a una economía en profunda depresión: una descafeinada reforma de las Administraciones Públicas, una vaporosa Ley de Unidad de Mercado, una alicorta revisión de los ologopolísticos colegios profesionales, una rutinaria evaluación anual de los resultados de la reforma laboral y una vacía Ley de Emprendedores. Todo buenas ideas, qué duda cabe, pero que en todo caso, y habida cuenta de su extremada insuficiencia, revisten una importancia secundaria en medio de la galopante crisis actual. Lejos de ocupar el Consejo de Ministros central de 2013 deberían haber sido legajos normativos despachados del modo más ordinario posible cualquier viernes anodino. Más que el providencial maná caído del cielo, debería ser el pan nuestro de cada día. Pero no: esas son todas las reformas que necesita una de las economías con menos libertades económicas de Occidente.

De hecho, la única reforma relevante por su calado ha sido la desindexación de las rentas públicas del IPC. No sólo por la congelación nominal que tenderá a producirse en materia de pensiones y de sueldos públicos (las dos mayores partidas del presupuesto), sino por una cuestión mucho más profunda en el largo plazo: la inflación es un robo estatal, sí, pero es un robo del que en gran medida no somos conscientes porque el propio gobierno beneficiario de la misma trata de enmascarárselo a sus más visibles (que no únicos) perjudicados con carísimos y distorsionadores aumentos del gasto público o de los gastos empresariales. Esperemos que esta desindexación pública concluya en una desindexación total de nuestra economía (que tampoco los salarios privados, salvo pacto contrario inter partes, lo estén): acaso así comencemos a ser más conscientes de que la inflación, por mucho que se vista de seda, es un impuesto que no tiene ningún sentido promover salvo para pegarnos un tiro en el pie.

Pero fíjense que incluso esta necesaria desindexación de rentas se queda corta sin genuinas reducciones de gasto que la complementen: su función es evitar que, por defecto, el gasto público aumente en casi 10.000 millones anuales; mas congelar un volumen de gasto público insostenible no corrige su insostenibilidad: más bien la consolida. Y así llegamos al fiasco de base de la política económica del PP: el no querer afrontar los problemas de fondo de nuestro país. Problemas que toman la forma, por un lado, de un Estado mucho mayor del que podemos financiar incluso con los asfixiantes impuestos que padecemos y, por otro, de una economía escasamente competitiva debido a la hiperregulación laboral, energética, fiscal y empresarial. Rajoy confiaba en que, maquillando un poco las cuentas públicas y abriendo un poco la mano en algunos mercados, la locomotora privada volvería a crear riqueza suficiente como para generar empleo en grandes cantidades y como para costear la gigantesca administración pública.

Pero ya han descubierto que no va a ser así y hoy han claudicado oficialmente: el propio gobierno reconoce que ni se creará empleo ni se cumplirá con el déficit hasta allá por 2016, justo el año en que probablemente hayan sido desahuciados de La Moncloa. Siendo optimistas, pues, a lo único a lo que aspira este Ejecutivo es a dejar de desplomarnos a los devastadores ritmos actuales. Desazonadora aceptación del fracaso.

Lo grave del asunto, con todo, no es que sus recientes políticas se hayan mostrado, incluso atendiendo a sus propias perspectivas, erradas o insuficientes: es que perseveran en esos errores (subidas de impuestos) e insuficiencias (reformas mínimas) a sabiendas de que no van a dar resultado. Se conforman con el aprobado raspado renunciando al sobresaliente; o, dicho en términos más exactos, renuncian a que España genere riqueza al ritmo de Suiza o de Singapur y se contentan con salvar los muebles al estilo de un decadente Japón: mantener el Estado clientelar y asistencial enchufados al grifo del crédito barato del Banco Central Europeo. Pero cuidado, porque eso no es Japón, es Argentina.

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