Portugal no es ese país que está ahí al lado; Portugal es nuestro futuro, que está ahí al lado. Ya sabemos, pues, lo que nos espera dentro de un par de años, cuando también nosotros hayamos cumplimentado los deberes fijados por Bruselas. Coelho, el alumno ejemplar de la troika, no se ha saltado ni una coma de cuanto se le prescribió en su momento; ni tan siquiera una coma. Lisboa acometió todas y cada una la mutilaciones del gasto sin rechistar. Educación, pensiones, sanidad, salarios públicos y privados, la podadora ha trabajado a destajo al otro lado del Miño. Y he ahí los resultados: la nación hundida en una recesión mucho peor que cuando se inició el programa de rescate. Aunque, al menos, ahora la disyuntiva se antoja simple. O desmantelar los servicios básicos del Estado para acceder a otro crédito leonino y vuelta a empezar. O emigrar todos a Brasil.
La austeridad, sí, es puro camelo, una superstición avalada por la misma evidencia probatoria que el tarot egipcio, las curaciones con las flores de Bach o los aterrizajes de ovnis pilotados por marcianos. Pero las recurrentes fantasías keynesianas de la socialdemocracia, también. Porque las recetas del keynesianismo canónico no son ni de derechas ni de izquierdas sino, simplemente, quimeras. Alcanzar el pleno empleo con una estrategia de inversión pública financiada con déficit ha dejado de resultar factible en el mundo real. Guste o no, Keynes es a la globalización lo que el arado romano a la máquina de vapor.
Repárese en que cuando un ayuntamiento manchego adquiría ordenadores Toshiba con cargo al Plan E, creaba puestos de trabajo... en Tokio. Restaría, claro, algo similar al Plan Marshall, una acción concertada de Estados Unidos y acaso China al objeto de sacar a la vieja Europa del pozo. Otro alarde de altruismo que solo el miedo al Ejército Rojo, entonces metido hasta la cocina de Occidente y desfilando altivo en pleno Berlín, acertó a explicar en su día. O, en fin, que alguien en el Mediterráneo decidiera lanzarse por el balcón, esto es, salir del euro. Un suicidio ritual colectivo cuyos costes se antojan inviables. No, no ocurrirá. ¿Entonces? Entonces empecemos a mirar a Japón: una crisis crónica que va para más de cuatro lustros.