El Gobierno pretende hacernos creer a los españoles que, dentro de lo mal que van las cosas de la economía, la situación no es tan negativa. Primero fue Rajoy quien, el pasado lunes, insistió en que, en contra de lo que estima la Unión Europea, en 2014 empezará la recuperación y la creación de empleo, y ahora es el ministro de Economía, Luis de Guindos, quien dice que la caída de la economía española parece que se suavizó en el primer trimestre de este año. De un tiempo a esta parte al Ejecutivo le importan mucho las cifras macro, como si ellas solas fueran a obrar el milagro de poner fin a la que está cayendo y devolver nuestro país a la normalidad económica y a la bonanza que disfrutó en el pasado, todo ello, por supuesto, gracias a las medidas de Rajoy y los suyos. Nada más lejos de la realidad.
Vamos a creernos, por un momento, que, como quiere sugerir el Gobierno, la recuperación económica se produce en 2014. ¿Quiere eso decir que a partir de entonces la economía volverá a crecer, se creará empleo y la pesadilla habrá llegado a su fin? Ni mucho menos. Es verdad que se han hecho cosas que pueden ayudar cuando el signo de la coyuntura cambie. La más importante, con toda seguridad, es la reforma laboral aprobada por el Ejecutivo el pasado año, que, sin haber corregido todos los problemas que aquejan a nuestro mercado de trabajo, sí ha supuesto la introducción de dosis importantes de la tan necesaria flexibilidad en las relaciones laborales. De la misma forma, por discutible y controvertida que pueda ser la manera en que el Ejecutivo ha abordado los problemas del sector financiero de nuestro país, parece que su saneamiento está en marcha. Y, a pesar de las cosas tan extrañas que está haciendo el Ejecutivo con las previsiones económicas y las cifras de déficit, que puede costarle un serio problema de credibilidad según Moody’s, lo cierto es que la inversión extranjera está volviendo a España para comprar deuda pública y activos del banco malo, eso sí, con un descuento sobre los precios máximos de la burbuja inmobiliaria de no menos del 60 o el 70%. Todo ello, sin duda, constituye un conjunto de factores positivos de mucho peso. El problema es que pesan todavía más los elementos negativos.
De entrada, al precio de la vivienda, con toda seguridad, le queda un buen trecho de caída hasta situarse, probablemente, en el entorno del 25 o el 30% de los niveles máximos alcanzados en 2006. La velocidad con que se produzca este ajuste de precios dependerá de lo que tarden las familias en aceptar la enorme pérdida de valor de su patrimonio. Ese es el primer gran problema para la recuperación: el gran deterioro del valor del patrimonio de unas familias que, por otra parte, siguen muy endeudadas a causa de sus inversiones en unos activos inmobiliarios que ni valen, ni valdrán en el medio plazo, lo que costaron en los años de la burbuja. Este es un elemento estructural con repercusiones negativas sobre el consumo de carácter duradero. Lo mismo cabe decir en relación con la forma en que se está produciendo el ajuste, esto es, a golpe de bajadas de salarios y de márgenes empresariales, lo que disminuye también la capacidad de consumo de las familias y, lo que es más grave, hace que su endeudamiento pese más en relación con sus ingresos totales. Esto tampoco va a cambiar de la noche a la mañana.
Lo peor de todo, sin embargo, es lo relacionado con el sector público. Nuestros políticos siguen sin querer entender que la fiesta se ha acabado, que ya no pueden seguir gastando como antes simplemente porque ya no hay dinero para ello. Durante la burbuja inmobiliaria, los impuestos relacionados directa o indirectamente con ella aportaban alrededor del 40% de los ingresos de las comunidades autónomas. Como ese dinero no volverá, lo suyo sería aplicar la tijera y ajustarse a lo que de verdad se tiene. Pues bien, nuestros políticos, tanto los nacionales como los autonómicos, lejos de hacerlo siguen gastando, o derrochando, como antes, lo que se refleja en el enorme déficit público de nuestro país. La financiación de ese déficit provoca que no haya recursos financieros para las empresas y familias, lo que agrava todavía más la crisis. Y encima ni unos ni otros quieren aceptar que la tremenda deflación de salarios y márgenes empresariales que está teniendo lugar en nuestro país recorta de forma drástica y permanente los ingresos tributarios del sector público, el cual, de esta forma, vuelve a constituirse en un más que importante cuello de botella para el crecimiento económico y la creación de empleo, porque no se puede bajar los impuestos a las familias y a las empresas.
¿Qué hace Rajoy ante todo este panorama? Anunciarnos, forzado por la Unión Europea, un nuevo paquete de reformas económicas que no inciden, ni de lejos, en los verdaderos problemas de fondo. Por ello, qué más da que la economía caiga unas décimas más o menos este año o crezca unas pocas décimas el próximo si, con este telón de fondo, estamos condenados a un largo periodo de estancamiento y altos niveles de desempleo, ya que el Gobierno no quiere hacer lo que de verdad necesita la economía en estos momentos, que es recortar drásticamente el gasto público