La organización Oxfam ha dado con la solución para acabar con la pobreza en el mundo: ¡quitarle el dinero a los ricos!
Nada fascina más al buenismo de todos los partidos y tendencias que las alquimias políticas que comporten la violación de la propiedad privada, sobre todo si es de una minoría indeseable. Los titulares de prensa recogieron con visible entusiasmo el descubrimiento de Oxfam:
Los ingresos en 2012 de las 100 personas más ricas del planeta podrían acabar cuatro veces con la pobreza mundial.
El mensaje es diáfano: no sólo se resuelve la pobreza quitándole el dinero a los ricos, sino que ni siquiera hay que quitárselo todo. Incluso cabe dejarles bastante. Vamos, no quitarles el dinero es monstruoso: "la riqueza y los ingresos extremos no solo no son éticos, sino que además son económicamente ineficientes, políticamente corrosivos, socialmente divisores y medioambientalmente destructivos". No sé si está claro: es que quitándoles un poco de su grosero patrimonio a los ricos, todo está resuelto. Todo.
La mendacidad no es un accesorio del pensamiento único: integra su misma esencia, y aquí resplandece como nunca, en un triple sentido.
En primer lugar, es falso que la pobreza tenga que ver con la riqueza: los pobres no son pobres porque los ricos sean ricos. Un rico no es necesariamente un ladrón. Sólo si hay apropiación forzada la riqueza equivale a la pobreza. Por cierto, eso sucede en un caso importante que no es analizado por el progresismo: cuando el Estado nos quita el dinero, ahí sí que se enriquece él a expensas de sus súbditos. En condiciones de libertad el rico no empobrece a los demás ni es éticamente reprochable, al revés de lo que asegura Oxfam.
En segundo lugar, la pobreza no se supera mediante transferencias de recursos existentes, sino mediante creaciones de riqueza a cargo de los propios pobres, que jamás son considerados como protagonistas por el discurso hegemónico, que los ve como petrificados explotados, incapaces de salir adelante si no viene un poderoso a redistribuir a la fuerza la propiedad ajena.
Y en tercer lugar, el camelo de Oxfam transmite la sensación de que la política es buena si "lucha contra la desigualdad" hostigando exclusivamente a los millonarios. Pero la política no hace eso nunca, sino que se dedica a arrebatar los bienes a las grandes mayorías, a las que cobra impuestos y ahoga con toda suerte de controles, regulaciones, prohibiciones y multas; grandes mayorías, por cierto, que no reciben la atención de Oxfam ni de ninguna voz del buenismo predominante.