Que Estados Unidos y la Unión Europea se sienten a negociar un acuerdo de libre comercio es siempre una buena noticia, por múltiples razones. La liberalización progresiva de los intercambios internacionales que ha tenido lugar desde el final de la Segunda Guerra Mundial no solo ha permitido a Occidente incrementar su riqueza y su bienestar social, sino que, además, ha sido la vía de salida de la pobreza para todos aquellos países atrasados que han optado, como estrategia de desarrollo, por abrirse al exterior e integrarse en los flujos comerciales internacionales. En consecuencia, cabe esperar semejantes beneficios de ese acuerdo si se lleva a cabo, porque lo más probable es que su contenido se haga extensivo a terceros países.
No hay que olvidar, además, una enseñanza de la historia. Cuando los grandes protagonistas del comercio mundial se cierran sobre sí mismos, lo que sobreviene a continuación es el desastre económico y, en muchos casos, también el conflicto. De hecho, una de las causas de la Gran Depresión fue la política proteccionista que siguió Estados Unidos a partir de 1925, que fue imitada por los europeos y desembocó en la Segunda Guerra Mundial. Si esta experiencia no se ha repetido en una crisis tan grave como la actual se debe a que tanto la UE como EEUU, que, en conjunto, suponen más del 60% del total del comercio internacional, en términos de exportaciones e importaciones, han mantenido razonablemente abiertas sus fronteras a los productos de otras naciones.
El acuerdo, si llega a alcanzarse, supondrá más crecimiento económico para ambas partes a través de un mejor acceso a lo que, hoy por hoy, son los dos mayores mercados del mundo y los de renta más alta. Ello supondría, por otra parte, que las empresas estadounidenses y europeas pudieran generar nuevas economías de escala que les permitieran competir con éxito con países como China. Desde esta perspectiva, ese acuerdo puede tener una importancia estratégica fundamental. Además, y sobre todo, obligaría a la desaparición de toda una serie de medidas proteccionistas absurdas, como la obligatoriedad de que el tráfico de cabotaje entre dos puertos estadounidenses se haga solamente con barcos fabricados allí, o de barreras invisibles al comercio como, por ejemplo, todo lo relacionado con los transgénicos. Y es aquí donde pueden surgir los mayores obstáculos al acuerdo, porque estos puntos en Europa afectan, fundamentalmente, a todo aquello que quiere proteger Francia, esto es, a la agricultura y a las industrias de los sectores que considera estratégicos. Si los negociadores consiguen superar los recelos franceses todos habremos ganado, porque podremos acceder a muchos más productos que ahora y mucho más baratos; si, por el contrario, Francia impone sus tesis, todo puede quedar en un mero ejercicio de buenas intenciones. Dependerá de cómo se traten las cosas dentro de la UE.