La tesorería es cara, sobre todo para quien no la tiene y la necesita. El Estado español, por ejemplo, realiza recurrentemente emisiones de deuda por las que paga elevados intereses, incluso cuando tal deuda es a muy corto plazo. No es inhabitual, de hecho, oír quejas de nuestros gobernantes a propósito de los asfixiantes intereses que han de abonar por unos pasivos que, en el fondo, no son más que el reflejo de su obsesión ególatra por gastar el dinero de los contribuyentes presentes y futuros. Lamentos que, empero, no terminan por convertirse en un atisbo de empatía hacia el resto de la población; acaso por aquello de que la política es la profesión con un mayor número de psicópatas per cápita y sabido es que los psicópatas son personas con nula empatía.
Al cabo, con lo que nos encontramos es que, pese a las reiteradas promesas de este Gobierno de que los autónomos no tendrían que pagar IVA por las facturas no cobradas, la mala práctica sigue funcionando como un cómodo y gratuito mecanismo de financiación de nuestras manirrotas administraciones. No sólo desangran fiscalmente a familias y empresas, sino que incluso las exprimen con carácter preventivo: antes de que hayan recibido la transfusión de sangre, ya les están reclamando la vampírica mordida. Tal vez piensen que a los autónomos y a las empresas les sale la tesorería por las orejas y que son incapaces de darle otro mejor uso a la misma que el de nutrir las arcas de Hacienda para, por ejemplo, atender sin demora las nóminas de los 600 asesores monclovitas.
Pero no, lo cierto es que muchos empresarios llevan años contra las cuerdas, sobreviviendo en un entorno tributario y regulatorio abiertamente hostil, y sus cajas se hallan consiguientemente exhaustas. No serán pocos quienes se vean forzados a solicitar un préstamo bancario y a pagar intereses para entregar un IVA que todavía no les ha sido entregado; sí, un préstamo como el que debería solicitar el Gobierno para seguir financiando su infladísima estructura de gastos en caso de no poder arrebatarles prematuramente sus fondos a autónomos y empresarios. Damos por sentado que la colocación de deuda debe efectuarse a interés (y debe, claro), pero tendemos a olvidarnos con extremada ligereza que los cobros adelantados, por idénticos motivos, también deberían abonar tales intereses: por ejemplo, rebajando la factura fiscal por pronto pago (o permitiendo como alternativa el retraso de su pago al momento del cobro). ¿O acaso Hacienda no es ávida en cobrar intereses de demora cuando cualquier ciudadano se retrasa en pasar por caja? ¿Por qué Hacienda considera gravosísimo que no se le pague a tiempo pero reputa un mal menor que los empresarios se vean forzados a pagar mucho antes de haber cobrado?
Veremos si, al final, el Ejecutivo excepcionalmente cumple con su palabra y modifica esta disparatada legislación, pero no olvidemos que, al final, esta disparatada legislación sólo es una de las numerosas groseras exteriorizaciones de un problema mucho más general dentro de un Occidente cada vez más socialdemócrata: la subordinación de los sanos intereses privados a los espurios tejemanejes estatales. La manera de promover el espíritu de empresa no pasa ni por tarifas planas, ni por cosméticas deducciones, ni siquiera por aplazar unos meses las deudas con el Estado: la forma de promover la empresa es tan sencilla como no convertir una sociedad en un infierno fiscal y regulatorio. Si los tributos fueran cuasi imperceptibles, abonarlos por adelantado no pasaría de ser una incomodidad menor; si hoy muchos autónomos y empresarios se sienten ahogados por su pronto pago, es porque nuestro mastodóntico Estado nos arrebata una gigantesca porción de nuestra renta. Ésa es la verdadera cuestión de fondo a resolver y que, por supuesto, ni los socialistas de izquierdas ni los de derechas resolverán jamás.