El presidente saliente del Eurogrupo, Jean-Claude Juncker, abandona su cargo con una polémica propuesta: imponer por ley un salario mínimo homogéneo en toda la Zona Euro, con la excusa de amortiguar el impacto de los ajustes presupuestarios sobre los sectores menos favorecidos.
La idea, una de las muchas demandas de los intervencionistas, ha sido acogida con gozo por buena parte de la izquierda española. Por desgracia, buena parte de la opinión pública desconoce los terribles efectos que conllevaría su implantación en Europa, especialmente en España y las economías más débiles de la Zona Euro.
La propuesta, que por suerte no ha salido adelante, planteaba la obligación de fijar en cada país una renta mínima equivalente al 60% del salario medio. En el caso de España, con un sueldo medio de 22.790 euros al año (datos de 2010), esto se traduciría en un salario mínimo (SMI) de 13.700 euros, casi 1.000 euros al mes en 14 pagas –aunque esta cifra no incluiría el coste laboral total–. La reciente subida aprobada por el Gobierno del PP sitúa el SMI en 645 euros al mes (9.034 euros al año), un 35% inferior al umbral mínimo propuesto por Juncker.
A primera vista, muchos pensarían que el salario mínimo europeo supondría de forma automática una mejora sustancial para millones de españoles que, hoy por hoy, no alcanzan el nivel de mileurista. Grave error. Muy al contrario, la elevación artificial y arbitraria del SMI conduciría a millones de trabajadores directamente a las listas del paro. Según los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), el 30% de los asalariados gana menos de 1.218 euros al mes. En concreto, cerca de 4 millones de trabajadores se situarían por debajo del polémico SMI europeo. ¿Significa eso que verían mejoradas sus condiciones laborales por arte de magia? No. El efecto inmediato sería el despido en masa de esos empleados. La tasa de paro, que actualmente ronda el 26%, unos 6 millones de personas, se dispararía por encima del 40%, cerca de 10 millones. Una propuesta fabulosa, sin duda.
La razón es sencilla. Las empresas perderían cantidades ingentes de dinero en caso de mantener unos puestos cuyos costes (salarios), inflados artificialmente por ley, superarían con creces la valoración de mercado. El error de base consiste en suponer que el precio final de un producto viene determinado por el coste de los factores de producción, cuando en realidad sucede justo al revés. El precio de venta, lo que están dispuestos a pagar los consumidores por la compra de un bien o servicio, es lo que determina el coste de los factores de producción, incluido el salario de los trabajadores. Así las cosas, puesto que la empresa no podría en ningún caso trasladar la subida de los costes salariales al precio final, se verá obligada a despedir personal para evitar el cierre.
Además, los más afectados serían los trabajadores menos cualificados y, en general, jóvenes, por ser éstos los que ocupan el rango salarial más bajo, tal y como certifica el Banco de España en un reciente estudio. Es decir, lejos de beneficiar a los más desfavorecidos, Juncker y los numerosos eurócratas que apoyan el SMI europeo condenarían a millones de personas al desempleo, la miseria y la más absoluta indigencia. De forma gratuita, absurda e innecesaria.
Algunos políticos incluso defienden que el SMI no sea nacional, sino directamente comunitario. Casualmente, rondaría también los 1.000 euros al mes. Si se extendiera su aplicación a las economías del Este de Europa, donde el SMI es muy inferior al español, el impacto sería, si cabe, más terrorífico.
La propuesta de Juncker se traduciría en más paro y es una nueva muestra de los grandes males que entraña el Superestado europeo.