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Juan Ramón Rallo

James Buchanan y los límites del poder político

Hoy ha muerto un gigante intelectual que, en materia de teoría política, está a la altura, si no por encima, de Friedrich Hayek.

Hoy ha muerto un gigante intelectual que, en materia de teoría política, está a la altura, si no por encima, de Friedrich Hayek.

A los 93 años, nos ha dejado uno de los pensadores más originales, rigurosos y liberales del s. XX: el premio Nobel de Economía James Buchanan. Acaso la falta de perspectiva nos impida ponderar adecuadamente la pérdida, pero me atrevería a decir que hoy ha muerto un gigante intelectual que, en materia de teoría política, está a la altura, si no por encima, de Friedrich Hayek.

La principal contribución de Buchanan fue ofrecernos algo que los liberales, quizá por una mezcla de desinterés y repugnancia, no están muy habituados a hacer: un análisis económico (o mejor dicho, praxeológico) del origen, la naturaleza y el funcionamiento del Estado al objeto de, posteriormente, estudiar cuáles son los mecanismos más efectivos para limitar su poder.

El punto de partida de Buchanan, sobre el que desarrolla buena parte de sus ideas, es que la acción individual no es más eficiente en todos los campos del mercado. En ocasiones es menester actuar de manera colectiva y coordinada para minimizar los costes de la convivencia social (las externalidades que las acciones de unos acarrean sobre los demás) o para producir determinados bienes que nos benefician a todos y que son difícilmente divisibles (el alumbrado público, por ejemplo). En tales supuestos, una cierta acción colectiva se impone como necesaria, y en los avatares de esa acción colectiva es donde Buchanan coloca su justificación del Estado: habrá decisiones colectivas que los distintos individuos puedan alcanzar mediante acuerdos voluntarios (comunidades de vecinos, por ejemplo), pero habrá otras que, debido al enorme número de personas implicadas, habrá que tomar sin que todas ellas puedan estar de acuerdo, esto es, habrá que abandonar el principio de unanimidad que rige en un mercado libre y pasar al principio mayoritario.

Sin embargo, es aquí precisamente comienzan los problemas: "Por definición, la regla mayoritaria implica el gobierno de la mayoría, esto es, el gobierno sobre la minoría, la cual es coaccionada para aceptar decisiones que sus miembros no desean". Buchanan no idealiza al Estado como una suerte de acuerdo social voluntario y pacífico donde todos sus miembros alcanzan un idéntico nirvana de felicidad con la búsqueda de un abstracto bien común: al contrario, en su libro Los límites de la libertad describe perfectamente cómo los Estados surgen, en su etapa preconstitucional, de la depredación, la guerra, la dominación y la esclavización de los fuertes sobre los débiles, quienes terminan rindiéndose y cediendo parcelas de su propiedad y de sus libertades a un ente parasitario superior –el Estado– para que, en todo lo restante, les deje vivir:

El acuerdo que pone fin a las hostilidades puede ser similar a un contrato de esclavitud, donde el débil acepta producir bienes para el fuerte a cambio de que le permita retener algo por encima del nivel de subsistencia.

Siendo ése el origen del Estado, no es de extrañar que Buchanan muestre su preocupación acerca de cómo limitar el Estado para que éste no se convierta en un rodillo por el que las mayorías, organizadas consciente o inconscientemente en torno a coaliciones espontáneas, las burocracias asentadas y los grupos de presión, exploten a las minorías (el famoso rent seeking). La democracia no es el mecanismo por el que cada cual perseguirá un abstracto bien común –que debería quedar circunscrito a la mejor provisión de esos bienes que requieren de cierta acción colectiva–, sino donde cada individuo tratará de maximizar su bienestar personal a costa de los demás. A evitar este escenario hobbesiano dentro del Estado dedica, precisamente, la obra que le confirió una mayor fama: El cálculo del consentimiento, coescrita con Gordon Tullock. Pero tampoco aquí Buchanan se muestra ingenuamente optimista con la naturaleza del Estado:

Conviene enfatizar que ningún sistema de organización social en el que los hombres puedan actuar libremente puede impedir la explotación del hombre por el hombre o de un grupo por otro grupo.

A lo máximo a lo que aspira Buchanan es a estudiar qué diseño constitucional minimiza los costes de la convivencia social al tiempo que garantiza que la acción colectiva pueda desarrollarse eficientemente (especialmente, entendiendo el rule of law como un bien público que el Estado debe amparar y proveer). Y las conclusiones a las que él y Tullock llegan son las de un sistema parecido al que implantaron los Padres Fundadores en EEUU, pero con controles deliberadamente orientados a evitar el crecimiento del sector público: ámbitos de actuación constitucionalmente muy escasos y delimitados, descentralización administrativa, contrapesos de poderes, limitación normativa del déficit y de la acuñación de moneda o ampliación de los ámbitos de democracia directa en detrimento de la acción política.

No obstante, ni siquiera el propio Buchanan tenía plena confianza en que el Leviatán fuera a mantenerse dentro de sus fronteras sin una continuada revolución constitucional por parte de la ciudadanía para volver a meter en vereda a un Gobierno que por su perversa naturaleza tenderá a crecer. Una revolución constitucional continua que él mismo calificaba de ingenua e improbable, pero no por ello menos necesaria para salvaguardar la libertad y el funcionamiento pacífico de la sociedad. Lo cierto, con todo, es que si esa revolución constitucional continua no puede darse, entonces el Estado se vuelve indeseable; pero, si puede darse, entonces probablemente se vuelva innecesario.

En el fondo, pues, la obra de Buchanan constituye una profunda crítica a la organización política realmente existente. Lejos de idealizar la noble y abnegada tarea del político, del burócrata o del votante, muestra por qué un Estado que no se halle enormemente constreñido degenerará, como decía Bastiat, en un monstruoso mecanismo por el que todo el mundo tratará de vivir a costa de los demás. Sí, los mercados fallan a veces, pero los Gobiernos fallan casi siempre y de formas mucho más devastadoras para la sociedad.

Por fortuna, esta semilla analítica sembrada por Buchanan no ha caído en saco roto: desde que en 1983 se convirtiera en la cabeza más visible de la George Mason University, un nutridísimo grupo de liberales , austriacos y no austriacos, está continuando el camino despejado por él, mejorando y llevando su análisis institucional hacia campos donde las formas de organización coactiva no es que sean pequeñas y limitadas, sino simplemente inexistentes.

Descanse en paz James Buchanan, por sus enormes contribuciones a la libertad en un mundo cada día más necesitado de ellas.

En Libre Mercado

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