Decía Lysander Spooner que el Estado era peor que un asaltador de caminos porque éste, al menos, no intentaba sermonearte y convencerte de que te estaba robando "por tu bien": el ladrón te arrebata la cartera, se va y te deja en paz, mientras que el Estado se instala a tu lado para convertirte no sólo en su esclavo económico sino, sobre todo, en su esclavo moral.
El Estado francés no sólo es una institución que año tras año se queda con más de la mitad de todos los ingresos de sus ciudadanos, sino que además trata de persuadirles de que todavía pagan demasiado poco y de que redunda en su interés el terminar de rendir sus haciendas particulares a la Hacienda de la República. Tampoco es que posea alternativa: cualquier banda organizada que ose sisar cantidades tan astronómicas a un grupo de personas necesariamente vivirá sometido a un riesgo potencial de rebelión que únicamente podrá aplacarse y controlarse con un continuado adoctrinamiento y una bombardeante propaganda.
A tal fin se dirigió el célebre Hollandazo fiscal por el que las rentas de más de un millón de euros pasaban a estar sometidas a un tipo marginal del 75%. Su propósito, a diferencia de lo que algunos quisieron creer, no era el de incrementar los ingresos del Estado francés, pues la recaudación de la medida se preveía absolutamente exigua, sino templar los ánimos de unas clases medias que se ven sometidos a un sistema fiscal igualmente invasivo y ahogante. En otras palabras, el objetivo del Hollandazo era hacerles más digerible la rapiña fiscal a la mayoría de franceses de ingresos moderados –que son el auténtico granero del que se nutre el erario– ofreciéndoles a modo de sacrificio y carnaza el despellejamiento de cuatro odiosos ricachones. En el fondo no era un impuesto contra los ricos, sino una campaña de marketing para consolidar la exacción fiscal de las clases medias y bajas.
De ahí que la reacción de Gerard Depardieu sea tan bienvenida. No porque Obelix esté combatiendo al César François por el bien de la irreductible aldea gala, sino porque, al tratar de salvaguardar su propiedad en su propio interés, no sólo recuerda a todos los franceses quiénes son siempre los auténticos sojuzgados en materia fiscal (todos aquellos que no pueden evitarlo, esto es, la mayor parte de las clases medias que no cuentan ni con recursos ni con asesores para protegerse de las mordidas gubernamentales) sino que, sobre todo, pone de relieve el auténtico fondo de la cuestión: la tributación confiscatoria de la Grandeur.
Así las cosas, a Hollande no le ha quedado otro remedio que salir a la palestra para tratar de redirigir la indignación social contra los exiliados fiscales como Depardieu en lugar de contra lel auténtico culpable: la voraz Hacienda gala. Peticiona Hollande que los contribuyentes tienen el deber de servir a Francia, es decir, al Estado francés, es decir, al propio Hollande. Otro con complejo de Rey Sol. En realidad, el mayor servicio que los contribuyentes franceses pueden prestar a su país y a sus connacionales no es agachar la cabeza e hincar la rodilla ante el publicano de turno, sino, entre otras contestaciones, ejercer en masa el muy democrático voto con los pies cruzando la frontera y acelerando la descomposición de su reaccionario, opresivo y pauperizador régimen tributario. Lo que reivindica Hollande no es un servicio a la ciudadanía, sino una servidumbre al Estado; mas sólo revistiendo lo segundo de lo primero tendrá oportunidad de canalizar el odio social contra el traicionero exiliado fiscal, minimizar futuros casos análogos, argamasar a quienes creen que pagan muchos impuestos porque los ricos no contribuyen y, en última instancia, lograr mantener en pie la descarada institucionalización del expolio en beneficio de políticos, burócratas, grupos de presión y buscadores de rentas. A nada más que esto se reduce toda la pomposa retórica de nuestros estatistas gobernantes.