Uno de los argumentos recurrentes contra la privatización de la sanidad es que la búsqueda del beneficio empresarial tendería a encarecerla: los servicios sanitarios privados necesariamente serían más caros que los públicos porque los empresarios querrían ganar dinero con ellos, de modo que los beneficios deseados se repercutirían como un coste adicional en la tarifa final del cliente, que no figura, en cambio, cuando aquéllos son ofertados por el sector público. Como el Estado no necesita lucrarse, los precios ofrecidos necesariamente serán más bajos.
El argumento parece tan razonable que no es extraño que haya conseguido tanto predicamento como ariete contra cualquier intento de privatizar la sanidad, pero, por razonable que parezca, esconde diversos errores que conviene revelar. Algo ha de fallar forzosamente en este razonamiento cuando, siguiendo su exquisita lógica, alcanzamos dos conclusiones, a cuál más rocambolesca.
La primera es que tal argumento podría extenderse a todos los sectores económicos: como el Estado no tiene necesidad de obtener ganancias, podría proveer todos los bienes y servicios a un coste inferior; cuando, en realidad, es ampliamente conocido que el comunismo –la planificación centralizada de toda la economía– degenera en un fracaso global incapaz de proporcionar a las personas los bienes que más urgentemente desean en cada momento.
La segunda conclusión capciosa es que, si de lo que se trata es de que la sanidad nos salga lo más barato posible, ¿por qué no vamos un paso más allá y sostenemos que lo deseable es que incurra en gigantescas pérdidas? Al fin y al cabo, el Estado no sólo no necesita ganar dinero, sino que tampoco necesita cubrir todos los demás costes: cuantos menos costes cubra, más barato será el servicio.
Las dos conclusiones anteriores, por su carácter disparatado, necesariamente han de chirriar a casi todo el mundo. Pero son dos conclusiones que se derivan de la premisa inicial: como el sector público no necesita ganar dinero, los servicios que ofrezca serán más baratos que los del sector privado.
Quizá convenga revisar la validez de esta premisa aparentemente razonable.
Ya de entrada se asume demasiado a la ligera que los beneficios que obtenga un empresario en el sector privado los cosechará por encarecer el precio de sus servicios y no por ajustar y economizar sus costes. Dicho de otro modo, si los costes del sector público son 100, se asume que el empresario se lucrará aumentando el precio de venta a 110, en lugar de manteniéndolo a 100 y rebajando los costes a 90 (o incluso rebajando los costes a 80 y vendiendo a 90). Por supuesto, uno puede pensar que, si existe margen para rebajar los costes a 90 o a 80, también podría abaratarlos el sector público; pero semejante idea se topa con un infranqueable problema práctico: el sector público no posee (ni puede poseer) los incentivos o la dinámica competitiva que sí caracteriza al sector privado para buscar continuamente esa mejora en la provisión del servicio.
Sin embargo, el error central de quienes rechazan una sanidad lucrativa es otro: la obtención de beneficios es la línea de flotación que nos indica si, en cada momento del tiempo, estamos dando el uso más adecuado a los escasos recursos económicos de que disponemos. No obtener beneficios no nos indica que estemos haciendo las cosas raspadamente bien, sino que las estamos haciendo mal, por cuanto podrían hacerse mucho mejor. Lo mismo sucede en cualquier otro sector y con cualquier otro coste: imagine que una empresa de televisores no consigue vender su mercancía lo suficientemente caro como para cubrir sus costes laborales. ¿Qué indica esto? Que esos trabajadores tienen un uso más valioso en otras partes de la economía. ¿Cómo sabemos esto? Gracias a que la compañía de televisores registra pérdidas.
Pues lo mismo sucede con el capital de los ahorradores (o con el capital de los contribuyentes) inmovilizado en una compañía: si están dispuestos a renunciar a su disponibilidad durante un tiempo y a asumir riesgos es porque confían en obtener beneficios; si no lo hicieran, les resultaría preferible no ahorrar y gastarse enseguida ese dinero en otras actividades. En este sentido, la obtención de beneficios es un coste más que debe ser cubierto por la actividad empresarial (de hecho, en Finanzas suele hablarse de "coste del capital"), del mismo modo que lo son el coste del trabajo, el de la electricidad o el de los medicamentos. No obtener beneficios y, por tanto, no cubrir el coste del capital equivale a decir que estamos dando un uso inadecuado a los recursos que ese capital moviliza (básicamente, porque esos recursos tienen usos alternativos más valiosos).
Entiendo que mucha gente se niegue a aceptar la idea de que puede haber usos más importantes que la sanidad. Pero si reflexionamos un poco veremos que sí puede haberlos. Primero, porque no todo lo que se gasta en sanidad se traduce en un mayor o mejor servicio (como en todos los sectores, pueden despilfarrarse recursos). Segundo, incluso considerando la sanidad como el servicio más prioritario de todos, gestionarla de un modo más económico y racional permitiría ampliar la cantidad de servicios sanitarios que pueden ofrecerse. Y tercero, no olvidemos que la sanidad es un medio para seguir vivos de la forma más saludable posible; pero ni es el único medio que necesitamos para ello (comida, vestimenta, vivienda, entretenimiento, etc.) ni, sobre todo, deseamos seguir vivos para no hacer nada más: si aspiramos a prolongar nuestra existencia es para satisfacer otros muchos fines (como la realización personal), y para ello necesitaremos de otros medios, que deberán ser producidos detrayendo recursos de la sanidad (o de la producción de alimentos, vivienda, entretenimientos varios, educación, etc.).
Justamente, la función esencial del sistema de precios en una economía de mercado es determinar cuáles son los usos prioritarios de los escasos recursos entre las cuasi infinitas combinaciones posibles. Como semejante información no está disponible para nadie, es necesario que la competencia empresarial la vaya descubriendo mediante procesos descentralizados de prueba y error; unos procesos cuyo éxito depende de que los precios de los servicios que proporcionen cubran todos sus costes (incluyendo el coste del capital, esto es, la obtención de beneficios). Dicho de otro modo: aunque nadie puede afirmar con absoluta certeza cuál es, en cada contexto temporal y espacial, el método óptimo de proporcionar servicios sanitarios, sí sabemos que una sanidad que no arroja beneficios es una sanidad que podría gestionarse mucho mejor, esto es, que podría dar un uso más valioso a los recursos que inmoviliza. En este sentido, que la sanidad privada (la realmente privada: aquella por la que el cliente, y no la Administración, paga de manera voluntaria) sea capaz de obtener ganancias no es su principal defecto, sino una de sus virtudes fundamentales.
Tal vez haya muchos argumentos para oponerse a la privatización de la sanidad, pero desde luego éste no es un uno de ellos.