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Juan Ramón Rallo

¿Quién debe cargar con los costes de la crisis?

Dejemos sencillamente que la interacción social no manipulada por el Estado determine quiénes absorben las pérdidas de la crisis y no queramos imponer a los demás nuestras subjetivas y sesgadas percepciones de culpabilidad.

Dejemos sencillamente que la interacción social no manipulada por el Estado determine quiénes absorben las pérdidas de la crisis y no queramos imponer a los demás nuestras subjetivas y sesgadas percepciones de culpabilidad.

En los últimos meses, conforme se ha hecho evidente que la crisis nos ha empobrecido a todos, los agentes económicos han comenzado a adoptar la inteligente estrategia de intentar trasladar sus incipientes pérdidas al vecino: los trabajadores no quieren ver rebajados sus salarios, los malos empresarios se niegan a liquidar sus compañías, los inversores no desean perder el capital que han malinvertido, los perceptores de subvenciones o subsidios estatales se oponen a verlos recortados, etc. Nadie, en suma, quiere ver mermar su calidad de vida, y todo el mundo opta por endilgar los costes de la crisis al resto de sus conciudadanos.

Con tal de justificar este egoísta comportamiento, muchas personas están recurriendo a un, en apariencia, razonable argumento: "Yo no soy el culpable de la crisis y, por tanto, no tengo por qué pagar sus costes". O dicho de otro modo, aquellos que son culpables de la crisis deberían soportar la totalidad o la gran mayoría de sus costes. ¿Quién podría oponerse a semejante argumento? ¿Acaso puede haber alguien tan desalmado como para defender que los culpables de la crisis no paguen por ella?

Y, como es obvio, a partir de aquí ya emergen las más variopintas explicaciones de quiénes son los culpables (quede claro que no estamos hablando de una culpabilidad penal, sino meramente económica). Cada cual, según su cartilla y su agenda ideológica, trata de arrimar el ascua a su sardina para defender una determina línea de actuación política. Por ejemplo, es recurrente escuchar que la crisis la han provocado los ricos y no los pobres, los capitalistas y no los trabajadores, los banqueros y no los deudores, los malos políticos y no los buenos, la deuda privada y no la pública, el gasto privado y no el público, o las políticas neoliberales y no las socialistas. Así, se alcanza la conclusión impepinable de que ni los pobres, ni los trabajadores, ni los deudores, ni los buenos políticos ni el sector público han de sufrir quebranto alguno, y que la factura han de pagarla los responsables del desastre, a saber, los ricos, los capitalistas, los banqueros, los malos políticos y las empresas.

¿Realmente deben pagar los culpables? Y no me refiero, claro, a los culpables de haber cometido un delito tipificado como tal en el Código Penal, sino aquellos que hayan contribuido a causar la crisis y cuyo comportamiento sea moralmente reprobable. Pero esto no aporta demasiada luz al asunto. ¿Quiénes son los culpables? ¿Es posible discriminar de entre todos los que han contribuido a causar la crisis a aquellos a quienes se les deba hacer objetivamente un reproche moral? Por ejemplo: el empresario de la construcción que se endeudó para edificar más viviendas porque pensaba que los precios seguirían subiendo, o el director de oficina que jamás previó el pinchazo de la burbuja y decidió seguir ofertando hipotecas baratas, ¿son culpables? ¿Lo es entonces también el obrero que se hipotecó creyendo que los tipos de interés permanecerían bajos y que jamás perdería su empleo? ¿Lo es también el jubilado que avaló la hipoteca de su nieto o que mantuvo su dinero dentro de un sistema bancario que, como el español o el estadounidense, estaba realizando malas inversiones  de manera generalizada? ¿Lo es también el autónomo no endeudado cuyos ingresos dependían de las rentas derivadas del proceso de endeudamiento generalizado y que, al colapsar éste, ha descubierto que es incapaz de vender nada?

Acaso se responda que, aunque todos han contribuido a causar la crisis, no a todos se les puede reprochar moralmente que hayan errado: en concreto, al empresario y al director de banco les son exigibles unos conocimientos y una formación que no puede asumirse que tengan ni el obrero, ni el jubilado ni el autónomo. Pero ¿realmente tiene sentido exigir a un empresario o a un director de sucursal que tengan unos conocimientos muy avanzados sobre cuestiones de macroeconomía y coyuntura económica en torno a las cuales ni siquiera existe acuerdo entre los mejores economistas del planeta, y cuyo contenido no deja de evolucionar? Ambos son hombres prácticos seguramente alejados de la academia sin conocimientos teóricos demasiado profundos. O, por enfocarlo desde otro prisma, ¿no podríamos llegar al otro extremo de argumentar que todo ciudadano debe tener unas nociones mínimas de finanzas que le permitan no caer presa del endeudamiento barato o de las inversiones malolientes?

Mi punto no es tanto que no podamos tener una opinión formada y justificada sobre a quién reprochar moralmente el estallido de esta o cualquier otra crisis (yo tengo la mía: cúlpese al papel moneda emitido por una banca central monopolista). Lo que quiero transmitir es que no es posible separar con objetividad a, por un lado, quienes han contribuido de algún modo a causar la crisis y, por el otro, a quienes han tenido ese comportamiento moralmente reprobable.

La virtud del mercado libre y no interferido por la política es que hace recaer la mayoría de las pérdidas provocadas por una crisis sobre quienes más han contribuido a generarla, con independencia de si cada cual cree que cabe o no hacerles un reproche moral por su actuación. Los bancos que inflan burbujas quiebran y no son rescatados, de modo que sus accionistas, acreedores y trabajadores pierden todo o gran parte del capital (mal)invertido; quienes se sobrehipotecan pierden su vivienda; los trabajadores que se especializan en tareas propias de la burbuja ven caer su valor de mercado una vez ésta pincha; los empresarios que sobreinvirten en sectores muy dependientes del crédito quiebran y pierden todo su capital, etc.

Si la gente se limitara a exigir que quienes contribuyeron a causar la crisis paguen por ello deberían exigir un mercado libre y desregulado, pues ahí las pérdidas recaen sobre quienes malinvierten y los precios y costes se ajusten con prontitud a la nueva realidad, sin que el Estado se ocupe de rescatar a los quebrados ni manipule las reglas y condiciones del juego. Pero, precisamente, cuando se reclama que no paguen todos los que han contribuido a causar la crisis, sino sólo aquellos a quienes se pueda hacer un reproche moral ("los culpables"), entonces se abre la puerta a que los políticos intervengan y redistribuyan la renta de los ciudadanos según su arbitrario criterio y el de las coaliciones electorales (grupos de presión) que los han elevado y mantienen en el poder. En tal caso se abona el terreno a que cada ciudadano elabore su personal narrativa sobre la crisis –narrativa, claro, autoexculpatoria– para endilgar los costes a quienes más rabia le den... aun cuando ni siquiera hayan contribuido mínimamente a gestar la crisis (por ejemplo, cuando se propone subir los impuestos a los empresarios o trabajadores que hayan invertido sabiamente sus ahorros y visto crecer ininterrumpidamente sus beneficios antes y después de la crisis).

Sucede, sin embargo, que esta tentación populista no conseguiría alcanzar sus objetivos, pues en la mayoría de ocasiones ni siquiera sería posible que sólo los culpables pagasen los destrozos de la crisis. Pongámonos en un caso extremo de culpabilidad que nadie disputará: un robo. Imaginemos que un ladrón sin propiedades ni herederos arrebata a un ciudadano su cartera, quema los billetes y luego se suicida. ¿Podrá resarcir a su víctima? No. En este caso, a la víctima no le quedaría más remedio que cargar con las pérdidas aun cuando no fuera ni mucho menos culpable.

Algo similar podríamos decir de las personas que han visto cómo los banqueros malinvertían sus ahorros, de los hipotecados sin conocimientos financieros que asumieron deudas excesivas o de los trabajadores que estaban ocupados en industrias dependientes del crédito barato. Puede que no podamos calificarles de culpables (aunque es una proposición discutible), pero sería ilusorio pensar que pueden salir indemnes: los ahorros malinvertidos simplemente se han volatilizado y los bancos no tienen manera de reponerlos (por eso muchos de ellos están quebrados); la deuda hipotecaria no se esfuma por el hecho de que nos parezca injusto que el deudor la pague (si no lo hace, las pérdidas las sufrirán las personas ignorantes que han metido su dinero en el banco); y los desempleados no encontrarán probablemente empleo a menos que rebajen sus expectativas salariales o gasten dinero de su bolsillo en dominar alguna especialización técnica demandada por los empresarios.

Cuando se dice que ninguna de estas personas inocentes debería pagar los costes de la crisis, inmediatamente se sugiere que sean los político de turno quienes decidan quiénes son los culpables. Y si los subjetivamente definidos culpables tampoco alcanzan a reparar el daño causado, entonces lisa y llanamente se propone algún tipo de redistribución de la renta a costa del contribuyente: un rescate para pequeños inversores, una condonación de deuda para hipotecados o un plan de empleo para parados. Idealmente, y para hacer más digerible el asunto, los contribuyentes afectados pertenecerán a la misma clase o categoría social que los culpables: así, si se llega a la conclusión de que si algunos empresarios (o algunos ricos, o algunos banqueros) son culpables (verbigracia, los constructores), entonces todos los empresarios tendrán que cargar con la responsabilidad –hayan tenido algo que ver o no con la gestación de la crisis– y, por ejemplo, pagar más impuestos.

Al final, pues, partiendo de la premisa de que sólo los culpables deberían pagar por la crisis llegamos al resultado de que personas que a buen seguro no han tenido la más escasa conexión con la misma pagarán buena parte de los platos rotos, sin que, además, ello contribuya lo más mínimo a superar la crisis. Pues, por mucho que algunos traten de ocultarlo, una crisis no es la materialización económica del Juicio Final, sino una época en que las erróneas estructuras productivas y financieras que los agentes económicos acumularon durante años han de reajustarse a niveles sostenibles para volver a generar riqueza. En este proceso de reestructuración será inevitable que el mercado asigne pérdidas a aquellos sujetos que tomaron malas decisiones durante los años del boom económico artificial: mal haríamos en querer alterar caprichosamente esa asignación de pérdidas en función de culpabilidades autopercibidas –ya sea rescatando a bancos quebrados o aprobando obra pública improductiva para recolocar a parados–, pues probablemente terminen pagando justos por pecadores y retrasemos la superación de la crisis. Más allá de ilícitos penales, dejemos sencillamente que la interacción social no manipulada por el Estado determine quiénes absorben las pérdidas de la crisis y no intentemos instrumentar al gobierno para imponer a los demás nuestras subjetivas y sesgadas percepciones de culpabilidad. Tal pretensión simplemente sería un subterfugio para planificar de manera centralizada la (no)recuperación de la economía: un propósito que, como todos los socialismos, no sólo está destinado a fracasar siempre, sino a degenerar en una contienda intestina por externalizar las pérdidas personales a los demás. 

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