Durante toda la historia de la humanidad, la principal vía de transporte humano y comercial ha sido el agua. De ahí que las grandes ciudades que en el mundo han sido fueran puertos marinos o estuvieran situadas en ríos navegables; Madrid es la excepción a la regla. Ríos y mares han sido nuestras únicas autopistas hasta el siglo XIX, por la simple razón de que eran el modo más barato y rápido de transporte. Todo esto cambió con la llegada del ferrocarril.
Pese a que su importancia histórica es innegable, hoy día en España se le puede considerar un modo de transporte menor en comparación a los que se realizan por carretera y aire. En buena medida porque mientras los primeros permiten la libre concurrencia, el ferrocarril se mantiene en régimen de monopolio. A lo largo de los años se han ido dando pasos para su futura liberalización, por ejemplo la separación en dos empresas, la encargada de las infraestructuras (ADIF) y la responsable de los trenes y de su funcionamiento (Renfe), así como la liberalización del transporte por mercancías el año pasado.
No obstante, el ferrocarril es el medio más difícil de privatizar y liberalizar, porque depende de unas infraestructuras muy caras y muy poco flexibles que suponen la mayor parte del coste. La experiencia con la liberalización de las telecomunicaciones en España, similar en muchos aspectos, muestra dos cosas: el enorme salto adelante dado por el sector y el interminable caos regulatorio producido tras la discutible decisión de privatizar intacto el monopolio con toda su infraestructura. El fracaso de la liberalización del transporte de mercancías, posiblemente el área en que Renfe lo hace peor, debería llevarnos a comprender que el reto al que se enfrenta el Ministerio de Fomento es más complejo de lo que parece.
Permitir sin más la entrada de actores privados en un sector con un único operador y tan elevadas necesidades de capital para poder empezar a competir es una receta más propia del Gatopardo y su deseo de cambiarlo todo para que nada cambie que de un Gobierno interesado de verdad en mejorar las cosas. Parece que, por lo menos, Renfe será dividido en cuatro empresas: mercancías, viajeros, mantenimiento y material rodante. Pero sólo entrarán operadores privados a competir, bajando precios y mejorando servicios, si se vigila que tanto ADIF como la compañía que reciba el encargo de mantener y alquilar locomotoras y vagones establecen unos precios justos y no discriminatorios.
Desgraciadamente, por ahora la intención parece ser la de no privatizar ninguna de las compañías resultantes del proceso. Cabe preguntarse qué razón hay para ello; ya son privadas en buena parte del mundo civilizado, con buenos resultados, y tanto las arcas públicas como, sobre todo, nuestros maltrechos bolsillos recibirían con alivio cualquier ingreso extraordinario que pudieran hacer. Si es por miedo a los sindicatos, deberían saber Mariano y los suyos que hace tiempo que hemos pasado la línea en que tenía importancia la reacción o la mera opinión de Toxo, Méndez y compañía. Estamos ante problemas serios, de personas mayores. La decisión de convocar una huelga para el 3 de agosto, por cierto, no deja lugar a dudas de cuál es su verdadero papel en esta crisis: proteger a los trabajadores más privilegiados del país frente a las necesidades de la mayoría.
La decisión de adelantar la liberalización del ferrocarril, que de todos modos era obligatorio hacer en 2018, camina en la buena dirección. Esperemos que no se quede en este paso.