El ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, acaba de decir que hay que renunciar a los servicios públicos que no son financiables. Yo creo que a lo que hay que renunciar, antes que a los servicios públicos básicos y fundamentales que sirven para cohesionar a nuestra sociedad, es a la concepción del Estado que tienen los españoles, entre ellos los políticos.
Aquí vivimos en una cultura según la cual el Estado tiene que proveer a todos de todo. Que alguien quiere crear una asociación cultural, por ejemplo, pues una de las primeras cosas que hace es ver a qué tipo de subvenciones tiene derecho y, si no hay ninguna, pide que se cree. Que alguien quiere sentirse solidario con los más desfavorecidos de la Tierra, pues ahí está el Estado para que dedique el 0,7% del PIB a la mal llamada ayuda al desarrollo. De esta forma hemos llegado a un punto en el que al sector público le pedimos de todo, que resuelva los problemas de nuestras vidas, que nos dé una vivienda asequible, que nos facilite cultura gratuita y hasta, incluso, que nos organice fiestas y conciertos a través de las respectivas concejalías de festejos y consejerías de cultura, todo ello, por supuesto, financiado con dinero público.
Aquí también nos hemos creído que el derecho a la percepción de un servicio público implica que en todas partes tenga que haber de todo, con independencia de si se necesita realmente o no o de si es económicamente eficiente la prestación de ese servicio con estas características. También pedimos, además, que la prestación de los servicios públicos le resulte completamente gratis a los ciudadanos, sin pensar de dónde va a salir el dinero para financiarlos. Es más, aquí nadie se plantea quién puede o debe acogerse a la gratuidad de los servicios públicos. Aquí lo que importa, en última instancia, es que queremos que todo sea gratis, sin pararnos a pensar que todo tiene un coste.
Muchos ciudadanos, por tanto, viven inmersos en una cultura de uso y abuso de lo público, pero no son los únicos. Quien más exprime a la vaca pública son los partidos políticos y los sindicatos, que llenan la Administración Pública de cargos que no se necesitan para nada, que pretenden vivir como reyes a su costa, que la utilizan para colocar a sus parientes, amigos y correligionarios y, cómo no, que quieren, además, que los gastos de sus organizaciones sean financiados por el dinero de todos.
Con lo que hay que acabar, señor Montoro, es con esta cultura. No vale decir que hay que renunciar a los servicios públicos que no son financiables mientras en este país hay 30.000 coches oficiales, decenas de miles de asesores de todo tipo, cientos de miles de contratados laborales allegados al partido o sindicato de turno, subvenciones para todo y para todos, televisiones públicas que hacen la competencia desleal a las privadas, etc. El día que acaben con todo esto, díganos entonces de qué servicios públicos tenemos que prescindir. Pero antes, pongan fin a esta cultura de abusar del Estado.