El texto de la reforma fiscal aprobado ayer en el Consejo de Ministros, arroja grandes sorpresas que desvirtúan las pretensiones livianas con que fue presentada públicamente por el presidente en el Congreso de los Diputados y referida en los medios por el ministro del ramo. En el caso del Impuesto sobre el Valor Añadido, no sólo es que el tipo general y el reducido experimenten un importante incremento, sino que también, y esto no se había dicho, hay todo un catálogo de productos y servicios que tributaban al 8 por ciento y a partir del 1 de septiembre lo harán al 21, nada menos que trece puntos de incremento en una sola vez. Es el caso de los suministros agrícolas y sanitarios, los bienes y servicios relacionados con la salud o el arrendamiento de viviendas, ninguno de los cuales puede catalogarse precisamente como superfluo o prescindible. Por añadidura, el gobierno ha decretado también un aumento disimulado del Impuesto de Sociedades y una subida de las cotizaciones sociales para algunos supuestos, además de otros impuestos menores como el del tabaco que asimismo verán modificado al alza su tipo impositivo.
Pero la comparecencia de la vicepresidenta y los ministros económicos tras el Consejo de este viernes sirvió además para confirmar lo que aquí tantas veces hemos denunciado, la preocupante laxitud del Gobierno a la hora de emprender las grandes reformas administrativas que el país necesita junto con una gran celeridad y precisión en el detalle para aumentar la presión fiscal que ya soportamos todos los ciudadanos.
En esencia, ha quedado claro que la voluntad del Gobierno para acometer la reforma del disparatado entramado institucional, fuente de todos nuestros males, se limita a vagas apelaciones que tendrán que sustanciarse en el medio plazo. Es lo que ocurre con la medida estrella anunciada este viernes, según la cual los ayuntamientos reducirán el número de concejales, pero necesariamente en 2014 por imperativo electoral. A su vez las diputaciones, órganos cuyo destino iba a ser la desaparición, no sólo no se eliminan sino que a partir de ahora tendrán mayores competencias en la administración local con lo que sus presupuestos, lejos de suprimirse, tendrán que verse incrementados.
Al final es evidente que la preocupación principal del Gobierno no es reducir el peso insoportable del Estado, sino tratar de mantenerlo tal cual está con nada más que ligeras modificaciones, todo ello a costa del contribuyente.
La liberalización de la actividad comercial es sin duda una buena noticia para todos, empresarios y consumidores, pero el coste añadido que vamos a tener que soportar para que la clase política mantenga sus actuales prebendas institucionales va a ser tan dañino que, hasta una medida tan saludable como esta, resulta un triste consuelo.