El cerebro humano se divide entre la intuición sencilla y la labor más dura de distinguir las consecuencias imprevistas de cualquier legislación. ¿A quién no le gusta pensar en árboles y pastos y animalitos felices? ¿A quién no le gusta ver que se adoptan medidas para proteger todo eso, como todo lo demás? Pero todo lo demás no es lo mismo. La civilización deja de funcionar cuando los planificadores del estado dispensan a cada árbol el mismo trato que si su valor fuera infinito.
Los políticos se especializan en convencerle de que, con su ayuda, podrá estar en misa y repicando. La idea de una nueva "economía verde" que es rica en puestos de trabajo y limpia en la misma medida se hizo popular con la administración de Bill Clinton, gracias sobre todo a unos medios de comunicación obedientes y al vicepresidente Al Gore. Pero cualquiera que entienda de economía sabe que la iniciativa de empleo verde del presidente Obama es una quimera.
Obama se jactaba de que su plan de 2.300 millones de dólares iba a "ayudar a cerrar la brecha entre América y los demás países en el campo de las renovables". Pero los demás países se mueven hoy en la dirección contraria. "Los países recortan estos programas porque se dan cuenta de que no son sostenibles y de que salen obscenamente caros", afirma Kenneth P. Green, del American Enterprise Institute. En España, economistas de la Universidad Rey Juan Carlos concluían que cada puesto de trabajo "verde" sale por más de 750.000 dólares.
Obama afirma que si "invertimos" más, podremos "crear millones de puestos de trabajo –pero solamente sí aceleramos "la transición a la economía verde"–. ¿Qué podría tener más sentido? Un empujón de los políticos y –¡magia potagia!– abundancia de puestos de trabajo y un medio ambiente sostenible y más limpio. Es el pelotazo definitivo. Si no se tratara de un espejismo, porque los gobiernos no "crean" empleo.
"Todo lo que puede hacer el gobierno es subvencionar a unos sectores mientras carga los precios de los demás", escribe Green. "Destruye puestos de trabajo en el sector energético convencional –y lo más probable es que en los demás sectores industriales– a través de impuestos y subvenciones destinadas a nuevas empresas verdes que consumen dinero del contribuyente para poner obstáculos a la competencia. El empleo subvencionado creado hace un uso menos eficiente del capital por definición que el puesto de trabajo creado por el mercado".
Esto es razonamiento económico sólido del de toda la vida. Hace muchos años, Henry Hazlitt escribió en su éxito literario Economía en una lección: "El arte de la economía consiste en buscar el efecto no solamente inmediato sino a largo plazo de cualquier actuación o legislación; consiste en anticiparse a las consecuencias de esa legislación no solamente para un colectivo sino para todos".
A la hora de juzgar cualquier iniciativa pública, no puede fijarse solamente en un miembro de la ecuación. El gobierno es incapaz de dar sin primero sustraer algo. Inevitablemente se sustrae más porque el Estado sustituye el libre intercambio por la coacción. En lugar de un proceso movido por el consumidor que sopesa sus gustos, tenemos un proceso impuesto por el gran capricho social de los políticos, lo que F.A. Hayek llamaba "el engaño fatal". Las tramas ecológicas encarecen la luz.
Por supuesto, parte de los que defienden "el empleo verde" quieren que suba la luz. Entonces viviremos en casas más pequeñas, cogeremos menos el coche y consumiremos menos combustibles fósiles. Pero si el lobby de los ecologistas quiere que los estadounidenses sean más pobres, tendría que ser franco al decirlo.
Una vez que se decide que la naturaleza es inherentemente salubre, moral y hermosa, los motivos para restringir la actividad humana son incesantes. Cada vez que nos movemos o respiramos, estamos alterando el medio ambiente. Los ecologistas no estarán satisfechos hasta que nuestra aportación contaminante se reduzca a cero.
Por supuesto, eso exige abolir la civilización. Pero si el impacto de la humanidad sobre la naturaleza es el mal, abolirnos a nosotros mismos no es tan malo. El colectivo Earth First! inventó el gancho: "¡Volvamos al Pleistoceno!"
La mayoría de nosotros no cree que la civilización sea el mal, pero nos preocupa lo que dicen los ecologistas. No tenemos el tiempo para llevar a cabo complejos cálculos de renuncias económicas. Es más sencillo reciclar algo simplemente, comprarse un Prius o donar al colectivo Fondo de Defensa Medioambiental.
En la actualidad, estamos llevando a cabo sorprendentes intervenciones en nombre del ecologismo. Un millón de ordenanzas ridículas imponen impuestos adicionales a los combustibles, segregan la basura en múltiples contenedores, imponen por ley el uso de bombillas especiales y gravan las bolsas de plástico, entre otras cosas.
Pero estas cosas tienen tan escaso impacto ecológico que la Tierra nunca lo notará. ¿A cambio de esto renunciamos a nuestra libertad?
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