Estábamos pendientes del resultado de las auditorías externas encargadas para ver si averiguábamos de una vez qué bancos necesitan ayuda y a cuánto asciende. Y sólo hemos obtenido datos todavía excesivamente genéricos. Al fin parece que, como mucho, nos van a tener que prestar 62.000 millones de euros y también se barrunta que BBVA, Santander y Caixabank pueden valerse por sí mismos. No es suficiente. Queda por ver qué pasa con los demás y qué sumas tenemos que gastarnos en ellos.
El problema además se agrava cuando va el ministro de Economía y dice que no se va a pedir de momento el rescate, que eso es una formalidad y que todavía es pronto para saber cuáles van a ser las condiciones del crédito. Y, sin embargo, esas condiciones son extraordinariamente importantes. Por ejemplo, se especula con la posibilidad de que esos 62.000 millones, si no son finalmente más, que habrá que arrojar sobre la mayoría de las viejas cajas más o menos fusionadas, gozarán de preferencia a la hora de ser devueltos frente a los miles de millones de deuda pública representada en bonos del Tesoro. Si eso fuera efectivamente así, nuestras posibilidades de financiación decrecerían drásticamente y la prima de riesgo escalaría posiciones al ver los inversores que, antes de cobrar ellos, tiene que cobrar Bruselas todo lo que nos va a dar. No hablemos de la importancia que lógicamente tiene el interés al que finalmente nos lo presten. Y no menos es la del que habrán de pagar los bancos que se vean rescatados. Tampoco son indiferentes, ni mucho menos, los años de carencia que nos concedan.
En esta falta de concreción no sólo tiene responsabilidad el Gobierno español, sino también Bruselas y los gobiernos de los grandes Estados miembros. Se empeñan todos en dar buenas noticias a los mercados, que luego resultan contraproducentes por lo inconcretas que son, dando al principio sólo la impresión de que no quieren hablar para acabar reconociendo que faltan importantes aspectos por negociar. Todo lo cual traslada a los mercados una grave sensación de que se está improvisando lo que genera, a su vez, una grave incertidumbre que provoca lo que podríamos llamar efecto montaña rusa y que nos tiene a todos con el estómago en la boca. Más valdría que todos ellos callaran más y sólo dieran información de lo que finalmente acuerdan y no de lo que quieren imponer o van a negociar.
Están tan acostumbrados, tanto los españoles como los extranjeros, a hablar para los electores, a los que consideran estúpidos, siempre dispuestos a comprar cualquier cosa que se les diga, que no saben cómo tratar con los mercados, que escudriñan entre las palabras de todo lo que dicen. Cuando éstos ven que lo que se les cuenta es contradictorio o inconsistente, reaccionan mal. Claro que ellos se juegan su dinero y los electores apenas unos años de mal gobierno.