Agradezco la oportunidad que me brinda mi colega y amigo Juan Velarde para desarrollar y matizar algunos de los argumentos que empleé la semana pasada en mi artículo Por qué el rescate europeo es un error.
Mi propósito, como fácilmente puede comprobarse, no era otro que el de abrir un debate sobre la conveniencia de que la banca española no sea rescatada a costa de un contribuyente –que ya carga a sus espaldas con una billonada de deuda pública y privada– sino a expensas del acreedor que se equivocó al invertir su dinero en entidades hoy insolventes. La ventaja de la capitalización de deuda, o bail-in, es que evita la liquidación desordenada de las entidades financieras y permite que éstas subsistan en su forma actual, cargando las pérdidas a los malos inversores.
Afortunadamente, diría que el debate está más vivo que nunca, tal como acredita el hecho de que Hans-Werner Sinn, presidente del prestigioso instituto alemán IFO, se haya sumado explícitamente a la propuesta del bail-in. Que incluso desde Alemania, nuestro principal acreedor exterior y, por tanto, uno de los países que más sufriría una capitalización de deuda, abracen esta alternativa como la más saludable de las posibles, sólo puede ser recibido con una moderada y cautelosa esperanza.
Pero regresemos a la crítica que Don Juan Velarde ha efectuado sobre mi artículo. Tres son las peticiones de principio que don Juan me afea: la primera, mi impropia comparación entre el rescate a la banca y los planes de despilfarro tipo Plan E; segunda, mi presunción de que gran parte del rescate terminará acarreando pérdidas tanto para el Estado como para, en última instancia, el contribuyente; y tercero, mi apresurada aseveración de que el préstamo de Bruselas, instrumentado a través del Tesoro, condena a nuestro sector público a la insolvencia. Voy a intentar aclarar estos tres extremos.
En cuanto a mi equiparación entre los estímulos de demanda y el rescate de la banca, es verdad que en apariencia no tienen demasiado que ver. El despilfarro público se articula mediante gastos, corrientes o inversiones, cuyo único propósito es el de generar actividad "sea como sea" para mantener a parte de los trabajadores empleados; en cambio, el rescate de la banca se instrumenta mediante un préstamo que, por un lado, tiene que repagarse en el futuro y, por otro, está garantizado por los activos de las entidades financieras.
Sin embargo, a la hora de la verdad puede que ambas políticas no se diferencien tanto como podría parecer: el préstamo privilegiado a la banca no es más que una inversión pública que el Gobierno espera que le proporcione retornos positivos... exactamente del mismo modo en que espera que se los proporcione un programa de gasto público dirigido a estabilizar la demanda, a que las economías se relancen y a que no se desplomen los ingresos tributarios. Por supuesto, lo segundo es una fantasía keynesiana empíricamente incomprobable y teóricamente falaz, mientras que lo primero es una operación cuyas pérdidas y ganancias contables sí podemos calcular en el futuro, pero desde el punto de vista del político intervencionista, ambas decisiones son análogas: lo que se intenta es minimizar los en parte imprescindibles reajustes propios de toda crisis económica, cargando los errores ajenos a las espaldas de todos los contribuyentes.
Justamente, ése es el contexto en el que enmarco el artículo y en el que debe leerse mi analogía: seguimos insertos en un pensamiento burbuja donde se ha tratado de contrarrestar la parálisis crediticia del sector privado con un sobreendeudamiento público para rescatar a todo aquel damnificado por la sequía crediticia (trabajadores en paro, bancos quebrados por acumulación de morosidad, promotores que acumulan stocks de viviendas invendidos, etc.). Huida hacia adelante que obvia que no estamos en disposición de seguir endeudándonos a ritmos expansivos sino que, por primera vez en varias décadas, debemos proceder a desapalancarnos.
Por lo que se refiere a mi pesimismo acerca de las pérdidas del salvamento bancario para el Tesoro, mi postura se basa tanto en consideraciones teóricas como históricas. En cuanto a la teoría, una mera identidad contable: las pérdidas del activo (derivadas en este caso de la morosidad) se han de trasladar forzosamente al pasivo. Si la parte más debilitada del sistema financiero español, que es la que necesita del rescate, no es capaz de absorber con su pasivo actual las pérdidas de su activo, muy probablemente sean los contribuyentes quienes las soporten. Temor que no hace más que acrecentarse cuando descubrimos que ningún inversor privado, ni nacional ni extranjero, se muestra dispuesto a pujar por nuestras peores entidades a menos que el Estado le otorgue un esquema de protección de activos tan gravoso para el contribuyente que ni siquiera nuestros mandatarios se atreven a proponerlo.
En cuanto a las consideraciones históricas, lo cierto es que los procesos de recapitalización estatal de los bancos suelen ser bastante costosos para el contribuyente. Sin ir más lejos, el profesor Velarde cita el trabajo de Álvaro Cuervo, quien estimó que la crisis bancaria de finales de los 70 y principios de los 80 le costó al erario más de un billón de pesetas de entonces: el equivalente al 4% del PIB. Si tenemos en cuenta que la crisis bancaria actual es mucho más grave, no resulta inverosímil especular sobre unas posibles pérdidas cercanas al 8%-10% del PIB, es decir, entre 80.000 y 100.000 millones de euros, que es la práctica totalidad del importe prestado por Bruselas.
Por último, Don Juan Velarde también ve injustificado que asuma sin más que diez puntos adicionales de deuda pública conducen irreversiblemente a la insolvencia del Reino de España, cuando otros países vecinos, como Alemania, tienen unos pasivos gubernamentales superiores sin que ello socave su posición. Sin embargo, tan importante como la cantidad de deuda es la calidad de esa deuda, es decir, la capacidad para continuar pagándola merced a la riqueza nacional anualmente generada y apropiada por el Gobierno. No deberíamos obviar que España tiene un déficit público enquistado en torno al 7% del PIB, lo que significa que en dos años podemos llegar al 100% de deuda sobre PIB. ¿Se habrá solventado para entonces nuestro agujero presupuestario? Sin medidas más audaces por parte del Gobierno, es muy dudoso. Eso es lo que valora el especulador que decide no comprar nuestra deuda: no si ahora no estamos del todo mal, sino si lo vamos a estar en un futuro verosímil.
Y precisamente por ello, el problema de solvencia de España afecta al conjunto de la economía. En esto no existen diferencias categóricas entre sectores: lo que se valora es la solvencia del conjunto del sistema, donde participan gobiernos, empresas y familias. Un sector privado poco endeudado puede estar abocado a la quiebra si padece un sector público hiperendeudado que amenaza con devaluar su divisa (Grecia); y un público poco endeudado puede estar quebrado si la base de su recaudación es un sector privado hiperendeudado y con escaso margen para generar riqueza. De hecho, no olvidemos que muchos defaults soberanos se han producido con niveles de deuda pública aparentemente reducidos: por citar dos casos recientes, Rusia suspendió pagos en 1998 con un 66% de deuda pública sobre el PIB y Argentina en 2001 con un 47%. Por consiguiente, España no se encuentra ni mucho menos inmunizada contra una reestructuración de su deuda pública, sobre todo si, en el contexto actual, le añadimos de golpe y porrazo 100.000 millones adicionales para reflotar a la banca.
Con todo, lo mollar de las anteriores reflexiones es resaltar lo que, a mi juicio, supone el gran error del modo en que se está tratando de atajar la crisis actual: solucionar los problemas derivados de un exceso de endeudamiento mediante dosis adicionales de endeudamiento que arrastren hasta la insolvencia a aquellos pocos agentes económicos que todavía seguían siendo confiables en la economía. La capitalización de deuda, o el bail-in, posee precisamente la virtud de revertir esta tendencia: saneamos a la banca al tiempo que nos desapalancamos. Sólo por ello, y porque no traslada las pérdidas privadas a los lomos de los contribuyentes, ya merece ser tenida en cuenta.
Pero, en efecto, coincido con el profesor Velarde en que el cambio de mentalidad que hace falta en nuestras sociedades es mucho más amplio: austeridad pública de verdad centrada en el gasto, aumento del ahorro familiar y empresarial, liberalizaciones privadas mucho más intensas y reestructuraciones sensatas de aquella deuda impagable.