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José García Domínguez

Cebrián y la papisa Merkel

Que las tragaderas de España aún se le antojen insuficientes a Berlín es la única cuestión. El sufrimiento gratuito, arbitrario, rastrero que el BCE está administrando a los españoles tiene por objeto ensanchar esas tragaderas.

La religión había salido por la puerta y ha vuelto a colarse por la ventana. A ojos del observador atento acaso sea el rasgo más notable de nuestro particular apocalipsis financiero. La descreída España poscristiana, tan pagada ella de su ateísmo racionalista, tan ajena ella a las supersticiones atávicas propias del vulgo, escondía en su trastienda sicológica la nostalgia secreta, ¡ay!, de la vieja fe. Obsérvese, si no, a esos airados nietos de Voltaire, sarcásticos iconoclastas siempre prestos a la chanza teológica y el escarnio curil, recitando como píos monaguillos el catecismo de la papisa Merkel. Sin ir más lejos, el beato Cebrián, ahora inopinado arcipreste de la Adoración Nocturna al Déficit Cero.

En el fondo, tras la cantinela de la austeridad lo que yace es la secularización de la escatología cristiana. Origen último, sin duda, de su fulgurante éxito de crítica y público. La macroeconomía convertida en un retablo moral de buenos y malos. El derrumbe del PIB como castigo bíblico a nuestros muchos vicios. La expiación de los pecados a través de la penitencia como condición sine qua non para acceder al paraíso del crecimiento. El sufrimiento, virtuoso ejercicio de constricción a fin de calmar la ira de los dioses del mercado. El martirio, antesala perentoria, inexcusable, de la redención. También de ahí tanto gozo apenas disimulado ante la espada flamígera de Draghi que ahora mismo nos condena a la hoguera.

Lo de menos es que el cuento de la austeridad resulte burda falacia. Añeja superchería, ésa sí, que jamás ha evitado que cuantos la aplicaron antes ahondasen su declive. Por algo el altar de los austerófilos permanece siempre vacío: no hay precedente real en el mundo que acredite su tan cacareada eficacia. Ni uno solo. Ninguno. Allí donde se aplica deja de crecer la hierba. Que no quede más remedio que tragar ese aceite de ricino, es cuestión distinta. Y que las tragaderas de España aún se le antojen insuficientes a Berlín es la única cuestión. El sufrimiento gratuito, arbitrario, rastrero que el BCE está administrando a los españoles tiene por objeto ensanchar esas tragaderas. No cabe explicación distinta a la pasividad de Draghi ante los estertores agónicos de nuestra deuda. Y la feligresía cipaya, aplaudiendo.

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