Hace un siglo, en los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial, el gasto público suponía, entre el 10 y el 15% del producto interior bruto de la mayoría de los países europeos. Hoy esa cifra ha crecido, se ha multiplicado por tres o cuatro y se encuentra en el intervalo del 40-50%.
Lo malo es que ese dinero tiene que salir de alguna parte. Y la única forma de financiar un gasto tan elevado es haciendo que todos los ciudadanos trabajen para el Estado de forma obligatoria. Si éste gasta, por ejemplo, el 40% de la renta nacional, sus súbditos tienen que trabajar cuatro días de cada diez para Leviatán, ese terrible monstruo marino que dio título a la gran obra de filosofía política de Thomas Hobbes y que identificamos con el Estado moderno.
Libertad Digital daba el pasado jueves la noticia del estudio del think tank Civismo sobre el Día de la Liberación Fiscal en España. De acuerdo con los datos aportados por esta institución, el contribuyente medio de nuestro país ha trabajado desde el día 1 de enero al día 4 de mayo de 2012 única y exclusivamente para pagar los impuestos con los que se financian las Administraciones Públicas. Sólo a partir de hoy, por tanto, podremos dedicar el dinero que ganamos a pagar la casa, la ropa o la comida de nuestras familias.
¿Cómo es posible que aceptemos trabajar tantos meses al año sin otra compensación que la promesa de unas remuneraciones en especie –en forma de carreteras, educación o sanidad– de dudosa calidad? ¿Por qué no obligamos al Estado a limitarse a cumplir aquellas funciones para las que fue diseñado como asegurar la defensa y el orden público, garantizar el cumplimiento de los contratos y atender a las personas que, por carecer de medios, necesitan protección y le exigimos que deje que cada uno gaste su dinero como crea más conveniente?
Decía Adam Smith en el capítulo primero de su Teoría de los Sentimientos Morales que cualquier persona, por egoísta que sea, se interesa por los demás y obtiene una satisfacción de la felicidad. Y es cierto. Pero algunos han llegado a pensar que el Estado se ha convertido en garante –aunque sea por la fuerza– de una idílica solidaridad social que todos compartimos. Me temo, sin embargo, que no sea esta la razón por la que aceptamos que el fisco nos obligue a trabajar tantos meses para financiar sus gastos. Lo que en realidad ocurre es que, en el Estado moderno, todos somos, al mismo tiempo perjudicados y beneficiados por las política de gastos e ingresos públicos. Se ha comparado alguna vez a este Estado con un grupo de personas formando un círculo, en el que cada una mete la mano en el bolsillo de la persona que tiene a su derecha para tratar de sacar la mayor cantidad de dinero posible; pero no es consciente de que quien se encuentra al otro lado, está quitándole lo que tiene en su bolsillo izquierdo. Y la situación es, en realidad, bastante peor. Porque el proceso de transferencias de renta no se hace sin costes. Los programas de gastos del sector público exigen, por el contrario, una enorme burocracia, que hace que mucha gente sienta que lo que paga no se corresponde con lo que le dan.
Está de moda, en ciertos ámbitos políticos e intelectuales, echar la culpa de todas nuestras desgracias a los mercados y a los empresarios. Pero, al ver los largos meses que separan el día uno de enero del día de la liberación fiscal, deberíamos, más bien, ser conscientes de que estamos trabajando para un patrono poco recomendable al que llamamos Estado.