Se han hecho públicos, hace unos días, algunos aspectos del Anteproyecto de Ley de Medidas contra el Fraude Fiscal. Como se esperaba, el anteproyecto endurece, de forma significativa, la represión del fraude. Y esto tiene sentido, sobre todo en una situación en la que el reparto de la carga tributaria entre los contribuyentes es muy desigual y en la que la caja de la hacienda pública está vacía (que es lo que siempre interesa realmente a las Administraciones Públicas de todos los países).
No es, por tanto, el objetivo del gobierno lo preocupante del nuevo texto legal. Lo grave es el conjunto de procedimientos que se ha diseñado para ello. Coinciden los hacendistas y los asesores fiscales en que, de aprobarse, la nueva ley daría un gran poder discrecional a la Agencia Tributaria. Y, lo que es aún peor, reduciría las garantías jurídicas de los contribuyentes al permitir al Estado adoptar medias que hasta ahora – y con buen sentido – eran competencia exclusiva de los jueces.
La administración tributaria consigue un poder exorbitante mientras el ciudadano ve cómo sus posibilidades de defensa se reducen. De aprobarse la norma, la Agencia podría, por ejemplo, adoptar medidas cautelares, sin intervención del juez, en procesos por delito fiscal; y podría, en estos casos, realizar embargos sin control de los tribunales. A esto se suman unas multas de cuantía, en muchos casos, desproporcionada. La posibilidad de multar a empresas que tengan "escasa disposición a colaborar" con Hacienda no fomenta precisamente la seguridad jurídica. Y no olvidemos la restricción a 2.500 euros en el uso del dinero efectivo en pagos en los que intervengan empresarios o profesionales, cuestión no tan grave como las anteriores, pero que espero que alguien recurra por anticonstitucional, ya que, con esta norma, el Estado realiza una intromisión inaceptable en las relaciones comerciales entre particulares.
La teoría económica del delito establece que, para que alguien que pretenda violar la ley se decida a hacerlo, es preciso que el beneficio que espera conseguir sea mayor que el coste esperado de su conducta; y éste se define como el producto de multiplicar la sanción por la probabilidad de que se descubra la infracción y ésta sea realmente castigada. Como en los delitos e infracciones fiscales la probabilidad de detección es baja, una política disuasoria tendría que establecer penas elevadas. Y esto es lo que parece haber pensado el gobierno: si se establecen sanciones que van más allá de lo razonable y se reducen las posibilidades de defensa del contribuyente, el efecto disuasorio será mayor.
Todo esto es cierto; pero me temo que, en el camino, se causan daños muy graves a algunos principios básicos del estado de derecho. No me cabe duda de que si se ahorcara en la Plaza Mayor, tras un procedimiento sumario, a quienes defraudan a Hacienda, el fraude fiscal se reduciría de forma espectacular. Pero supongo que ni el más feroz enemigo del fraude defendería este disparate.
El estado de derecho, al que también está sometida la Agencia Tributaria, fija unos límites estrictos a la discrecionalidad del gobierno. Me temo que el Anteproyecto de Ley de Medidas contra el Fraude Fiscal va mucho más allá de lo aceptable en la reducción de garantías de los ciudadanos. Aún estamos a tiempo de rectificar.