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Emilio J. González

Menos subvenciones, más sanidad

Ni el envejecimiento ni los inmigrantes explican que el gasto sanitario per cápita en España se haya incrementado el 75% desde que las autonomías tienen esta competencia y el capítulo de medicamentos no es la razón de semejante comportamiento.

El Gobierno acaba de presentar su estrategia para reducir el gasto público en sanidad, que equivale ya al 7% del PIB. La estrategia se basa, esencialmente, en tres pilares: la introducción del copago en los medicamentos, la reducción del gasto en farmacia mediante la adecuación de los envases a la duración del tratamiento y poner fin al turismo sanitario. Todo esto es necesario pero no constituye, ni de lejos, la solución al problema financiero de la sanidad española.

La introducción del copago en los medicamentos es necesaria para frenar el crecimiento de esta partida de gasto, de forma que se acabe con la cultura del gratis total que lleva a una demanda infinita de medicamentos, se necesiten o no, en especial entre los jubilados. Y está muy bien también que se adecúe el tamaño de los envases a la duración del tratamiento, porque, al final, en los hogares se acaba acumulando todo un botiquín de distintos remedios porque los laboratorios diseñan dichos envases para bastante más de lo que el paciente necesita tomar. Ahora bien, el gasto farmacéutico supone sólo la cuarta parte del gasto sanitario total, y lo que hay que hacer es incidir en las otras tres cuartas partes.

Hay que tener en cuenta que el envejecimiento de la población impulsa el crecimiento del gasto sanitario, incluido el farmacéutico, lo mismo que el crecimiento de la misma derivado de la fuerte entrada de inmigrantes entre 1997 y 2007. Esa es una realidad demográfica y biológica contra la que no se puede luchar. Pero ni el envejecimiento ni los inmigrantes explican que el gasto sanitario per cápita en España se haya incrementado el 75% desde que las autonomías tienen esta competencia y, desde luego, el capítulo de medicamentos no es la razón de semejante comportamiento, sobre todo porque, desde 2008, está bajando. La causa es la extensión de las prestaciones que cubre el Sistema Nacional de Salud a cuestiones que no deberían estar incluidas en él, como la cirugía estética o las operaciones de cambio de sexo. En consecuencia, una auténtica racionalización de los servicios públicos de salud exige eliminar del sistema todas estas cuestiones, de la misma forma en que se pretende acabar con el turismo sanitario.

Aun así, hay que tener en cuenta dos cuestiones: una, que el envejecimiento de la población proseguirá y, con él, las presiones alcistas sobre el gasto sanitario; dos, que las condiciones de salud de muchos de los inmigrantes venidos a España no son tan buenas como las de los españoles y, por tanto, precisan de mayor atención médico-sanitaria. Esto implica que las posibilidades de reducir el gasto sanitario no son muchas. Se puede, y se debe, crear una central de compras a nivel nacional para el conjunto del Sistema Nacional de Salud que permita obtener ahorros y racionalizar las inversiones del sistema. Se puede, y se debe, utilizar al máximo los medios disponibles, por ejemplo, haciendo que los quirófanos funcionen mañana y tarde. Pero el problema de fondo, derivado de la demografía, seguirá ahí. Por ello, además de tomar todas las medidas de racionalización y ahorro que sean necesarias y justificables, se debe redefinir todo el conjunto del gasto público para que no falten recursos con que financiar la sanidad, empezando por acabar con todas las ayudas y subvenciones de naturaleza política directa o indirecta, que son muchas y muy cuantiosas. Los españoles no pagamos impuestos para eso, sino para disfrutar de servicios públicos de calidad.

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