Estaba cantado. Desde finales del pasado año, la nueva mandataria argentina, Cristina Fernández de Kirchner, se había propuesto nacionalizar la petrolera YPF, filial de la española Repsol, lanzando previamente todo un arsenal de amenazas con el fin de lastrar el valor de la compañía en Bolsa y abaratar así su futura expropiación. Este lunes, 16 de abril, ha consumado su tropelía enviando al Congreso el proyecto de ley por el cual se hará con el 51% de las acciones de YPF, haciendo que el Estado recupere el control de la petrolera.
Este acto es, simplemente, un robo, institucional (ley mediante) eso sí, pero no sólo a los accionistas –legítimos propietarios– sino también a los propios argentinos. No es nada nuevo y, de hecho, muy posiblemente no será el último expolio que protagonice la dinastía Kirchner. No en vano, aprovechando el estallido de la crisis financiera internacional en 2008, su Gobierno se apropió de los fondos de pensiones privados que operaban en el país, condenando así a miles de ahorradores a saborear las mieles del particular socialismo argentino, cuyos efectos son idénticos al de cualquier otro país que adopta esta senda, el de la pobreza y la miseria generalizadas.
Entonces, la excusa fue la crisis, hoy es la soberanía del pueblo o, lo que es lo mismo, el "interés público general" para garantizar el "autoabastecimiento" de petróleo. Cristina opta ahora por estatalizar el sector de hidrocarburos, en un movimiento muy similar al efectuado por el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, tras llegar al poder, y que está siendo imitado igualmente por otros líderes del Socialismo Latinoamericano, tales como Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador o Daniel Ortega en Nicaragua.
El impacto de la nacionalización se dejará notar más temprano que tarde, tal y como ya sucede en Venezuela, en donde la otrora poderosa industria petrolera se ha convertido en un mastodonte público que hace aguas, o como aconteció hace décadas con la potente minería boliviana. La gestión estatal de los llamados "sectores estratégicos" –al igual que muchos otros– siempre ha terminado igual: menor producción, ínfima calidad del servicio y, finalmente, quiebra e inviabilidad financiera.
Y eso, en el mejor de los casos. La colectivización de la tierra y las cosechas, de donde procede el alimento, han provocado hambre y muerte. Así, por ejemplo, la nacionalización de los cultivos en Ucrania –granero de la antigua URSS– por parte de Stalin desencadenó la muerte de entre seis y nueve millones de personas; el comunismo etíope generó la hambruna de mediados de los años 80 que tanta repercusión obtuvo en Occidente; Zimbabue era conocido como el "granero de África" antes de la llegada al poder de Robert Mugabe, quien se encargó de expropiar todo terreno cultivable...
Argentina lleva décadas viviendo bajo el yugo del socialismo, arropado bajo el manto que extendió Perón y su mujer (Evita). Una política cuasi fascista que ha terminado por condenar al país a la división de las economías en vías de desarrollo. En 1930, gracias a la liberalización y a la atracción masiva de capital, Argentina era la séptima economía más rica del mundo, por delante de Canadá y Australia. Si aún se preguntan a qué se debe su debacle, Cristina Fernández de Kirchner acaba de dar buena muestra de ello. Por cierto, Hong Kong no tiene petróleo y, sin embargo, es uno de los países más prósperos del planeta... ¿Por qué será, Cristina?, ¿por qué será?