Una de las polémicas más relevantes del Siglo XX es, quizá, la que mantuvieron John M. Keynes y F. Hayek. Amigos, inteligentes y grandes humanistas, la duración de sus vidas no limitó un debate que hoy en cierto modo continúa.
La recordaba hace poco leyendo a un brillante columnista de esta casa, que se veía "convertido en un despreciable keynesiano vendido a papá Estado, como dicen los borjamaris". Me hizo gracia. Don José García Domínguez tiene poco de despreciable, y si aspirase a venderse al Estado adoptaría, seguro, estrategias distintas. Es keynesiano, sí: nadie es perfecto. Pero los "borjamaris" –término expresivo aunque impreciso– no lo atacarían por keynesiano. Al contrario.
De aquellos dos grandes economistas, se parecía más a los "borjamaris" Lord Keynes: alto funcionario imperial, de ilustre familia y gustos refinados, gran especulador en Bolsa, mimado por la opinión pública... No era un tontuelo "niño bien", no. Pero mucho menos Hayek, enfrentado casi siempre al Poder, frente al totalitarismo, el socialismo dominante y el conservadurismo, que sostuvo con alto coste personal tesis que el tiempo mostró ciertas, y soportó el ninguneo de los boyantes monetaristas que hoy sufrimos en la Reserva Federal y el rechazo moralista a decisiones sobre su vida estrictamente personal.
Escribió Churchill que el mejor argumento contra la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante medio. La frase, lejos de atacar la democracia, revela que ésta no garantiza la corrección de las decisiones, sino el acceso y ejercicio pacífico del Poder.
Keynes también desconfiaba de las personas. Pero, al contrario que su detestado Churchill, consideró legítimo restringir su libertad en el ámbito económico: impedirles "votar" mediante sus decisiones de consumo, ahorro e inversión cuando éstas pudieran perjudicar a la comunidad por reducir la "demanda agregada". El Estado neutralizaría su conducta "incorrecta", consiguiendo los niveles de consumo e inversión adecuados.
El desprecio al "ciudadano medio", y el objetivo de evitar que sus "torpes decisiones" estropeen la Economía, hace simpático el keynesianismo para los "borjamaris". Ellos lo convierten en "conservadurismo compasivo". Mantener el orden. "Salvar al capitalismo de sí mismo". Aliviar tensiones. Un Estado fuerte es útil, en fin, para los que pueden influir en él. Los "borjamaris" detestan a los socialistas, esos descastados que entran en la Economía como elefante en una cacharrería. Pero les irrita más la libertad económica, esa absurda pretensión de que cualquiera pueda progresar libremente, sin coacciones estatales, subvirtiendo el orden establecido. Hasta ahí podíamos llegar. Los "borjamaris" no quieren socialistas. Pero, mucho menos, peligrosos libertarios.
De la filosofía keynesiana y su esquema de pensamiento derivan graves errores sobre déficit, deuda pública e impuestos. Sobre demanda y producción. Sobre el concepto de austeridad, que ahora consiste en que la diferencia entre lo que ahorras y lo que gastas alcance un 5% del PIB. Sobre la inquietante intención de la perversa Merkel en conseguir que nos apretemos el cinturón hasta la asfixia.
Y sobre las implicaciones de la acción estatal en la libertad y la prosperidad. Porque de eso se trata: libertad y prosperidad. Aunque las busca, sus esquemas keynesianos hacen que el Sr. García Domínguez se equivoque en estas cuestiones con la misma brillantez con la que acierta en otras. Como cuando sostiene que el Estado no engendró el presente desastre económico. Si los borjamaris no lo impiden, quizá merezca tratarse otro día.