Tres meses después de aquel aciago Consejo de Ministros del 30 de diciembre en el que se aprobó una de las mayores subidas de impuestos de nuestra historia y un exiguo recorte del gasto de 8.900 millones de euros, la presentación del presupuesto más austero y audaz de nuestra historia apenas ha supuesto una mera apostilla de lo aprobado en aquel entonces. Al cabo, el recorte efectivo del gasto sólo ha crecido en la nimiedad de 4.000 millones de euros hasta los 12.900 (un 9,5% del gasto total que maneja la administración central); para este dominguero viaje desde luego no hacía falta acumular tantas alforjas durante el trimestre anterior a las elecciones andaluzas. El resto del ajuste, hasta alcanzar los 27.000 millones anunciados, proviene en realidad de una doble vuelta de tuerca: una, a las empresas y ciudadanos; otra, a las autonomías.
En cuanto a la primera, visto lo visto, la subida del Impuesto de Sociedades podrá ser cualquier cosa menos una sorpresa. Desde el momento en el que el Partido Popular de Rajoy dejó de ser para siempre el partido defensor de la fiscalidad moderada, lo único que cabía esperar de su Gobierno es que se siguiera exprimiendo a los ciudadanos honrados generadores de riqueza. En diciembre fue a las personas físicas y autónomos, ahora toca a las grandes y pequeñas empresas (sí, también a las pequeñas, pues la subida les afectará a menos que aumenten su plantilla, cosa que no harán demasiadas). Así, confía el Gobierno en arrebatarles a particulares y empresas cerca de 9.500 millones de euros (luego se les llenará la boca diciendo que trabajan para que las pymes no se vean ahogadas por la falta de liquidez), a lo que habría que añadir los 2.500 millones obtenidos merced a la repatriación de capitales derivada de la amnistía fiscal. En total, unos 12.300 millones de euros que tras la merma recaudatoria propia de la recesión esperan que se queden en 10.000.
En cuanto a la segunda vuelta de tuerca, todo apunta a que el Gobierno reducirá las transferencias a las autonomías en cerca de 5.000 millones de euros, lo que elevará el ajuste a acometer por estas administraciones hasta los 20.000 millones. Nada imposible de lograr, ciertamente, en tanto en cuanto manejan un presupuesto de 170.000 millones, pero que en todo caso sí requerirá de una intensa reforma de la legislación básica estatal en materia de cartera de servicios públicos: si esto no se hace, el recorte autonómico quedará en agua de borrajas. Eso sí, dado que es dudoso que la mayoría de virreyes autonómicos quieran acometer el 100% del ajuste por el lado del gasto, esperen en esta sede un nuevo aumento de tributos que muy previsiblemente pasará por copagos de todo tipo.
En total, pues, el Gobierno del PP pronostica un ajuste cifrado en algo más de 45.000 millones de euros; presuntamente suficiente para pasar de un déficit del 8,5% (91.000 millones) a uno del 5,3% (56.000 millones). Ahora bien, una cosa es la fría contabilidad pública y otra muy distinta la cruenta realidad económica. A poco que fallen las estimaciones, y fallarán, no alcanzaremos el ajuste esperado ni, claro está, el objetivo de déficit. Si la recesión hunde la recaudación tributaria más de lo esperado –algo nada descartable en virtud del efecto depresivo propio de las subidas de impuestos– y si las autonomías no cumplen escrupulosamente sus compromisos –algo que jamás han hecho– nos quedaremos a una distancia considerable del 5,3% (olvidémonos ya del 4,4% al que nos habíamos comprometido en un primer momento). Habría sido necesario un ajuste mucho más enérgico y decidido de los gastos públicos por parte del Ejecutivo central: aquí pueden encontrar algunas ideas para recortar no ya 13.000 millones sino casi 33.000. Por ejemplo, sigo sin entender cómo es posible que las políticas activas de empleo, monumento a la inutilidad donde los haya, sólo sufran un recorte de 1.500 millones de euros sobre 7.500 millones: esa diferencia de 6.000 millones nos habría permitido ahorrarnos la subida sobre la Renta o sobre Sociedades. Pero ya se sabe, el PP abrazó hace tres meses el modelo de Estado mastodóntico sufragado por una sociedad civil raquítica.
Y al final, ése es justamente el problema: desde el momento en el que el Partido Popular decidió no reformar en lo sustancial el modelo de Estado que padecemos –transformación del Estado de Bienestar en una sociedad del bienestar sin Estado, con la correspondiente reducción del personal y de las subvenciones públicas–, la minoración de nuestro colosal déficit estructural ha pasado a depender de que la recaudación tributaria –hundida con el pinchazo de la burbuja– vuelva a remontar con fuerza, ya sea gracias a una recuperación económica que no se avista o, como ha optado el PP hasta la fecha, a través de un mayor estrangulamiento de las clases productivas de la sociedad. Pero ni siquiera así podemos estar seguros de que el déficit terminará reduciéndose de verdad: querer mantener un modelo de Estado hipertrofiado a través de meterles la mano en la cartera a los pocos ciudadanos y empresas que siguen generando riqueza suele ser una estrategia condenada al fracaso.