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Emilio Campmany

Y ahora, a tomar cervezas

Si todos tuviéramos garantías suficientes de que no íbamos a sufrir ninguna vejación, la participación sería ridícula y nos quedaríamos sin huelgas generales. Y eso, tampoco es. Alguna violencia ha de haber.

La huelga general no es un instrumento para obtener mejoras laborales, sino una herramienta revolucionaria. En ella, la violencia es intrínseca porque su fin es obligar al gobierno de turno a hacer lo que no quiere hacer. En consecuencia, en una democracia con reconocido derecho de manifestación, debería ser ilegal.

No obstante, no sé si la futura ley de huelga, que yo no viviré lo bastante para ver publicada en el BOE, debería prohibir la general si todas las que tengamos que padecer van a ser como ésta. Es más, casi es mejor conservarla porque parece que un Gobierno no termina de ser todo lo serio que debería si los sindicatos no le montan una que lo avale. Felipe González no dejó pasar ninguna legislatura sin que le convocaran alguna. Aznar no pudo librarse de tener la suya. Hasta Zapatero no quiso ser menos para disfrazarse de esa teatral seriedad con la que se revistió a partir de mayo de 2010. Y Rajoy se ha estrenado con una que le va a venir de perlas para demostrar la profundidad de sus reformas y recortes en Bruselas.

Así que, la huelga general es a los gobiernos lo que la tía Juana a las bodas. Y más o menos, nos las podemos permitir. Es verdad que en ellas suelen los piquetes cometer violencias que se antojan intolerables. Pero cómo puede pretenderse sufrir una sin que haya algunos cortes de carretera, incendios de neumáticos impidiendo el acceso a los mercados, presiones a los comerciantes y cosas por el estilo. Son violencias indispensables porque son las que hacen que, a la siguiente, alguna gente se quede en su casa, no sólo sin acudir al trabajo, sino también sin ir a hacer la compra o cualquier otro recado que no sea urgente por si le toca sufrir alguna agresión. Esa contención voluntaria de actividad fundada en el miedo y no en la comunión con los sindicatos es lo que permite aparentar que ha habido un cierto seguimiento de la huelga. Si todos tuviéramos garantías suficientes de que no íbamos a sufrir ninguna vejación, la participación sería ridícula y nos quedaríamos sin huelgas generales. Y eso, tampoco es. Alguna violencia ha de haber.

No obstante, cada vez hay menos. En cuanto sale la Policía y se practica alguna detención, la mayoría de los sindicalistas piqueteros se arrugan. Y es que, cuando ya se tiene casa en propiedad, una familia que depende de uno, los findes en la playa o en la montaña y unos ahorrillos en el banco, la idea de tener antecedentes penales y que tu mujer o tus hijos tengan que ir a sacarte del calabozo no es muy edificante. Eso se llama aburguesamiento, el cáncer de cualquier sindicato revolucionario que se precie. Treinta millones más de subvenciones y la próxima huelga general que monten va a parecer de juguete. En fin, qué le vamos a hacer, nada permanece. Ahora, a tomar cervezas, a vivir y hasta la próxima.

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